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   — ¿Todavía no has encontrado tu respuesta?

   Mara se giró, sobresaltada, y a punto estuvo de dejar caer las sobrecamas que llevaba en las manos. Los agarró con fuerza y siguió caminando, ambas en silencio, hasta llegar a su habitación.

   — Es que ésta no es una cuestión fácil de responder.

   — Ninguna que merezca la pena lo es —respondió Dea, sonriente, y prosiguió su camino. Mara se preguntó, por enésima vez, cómo la gente se había sorprendido de ella teniendo a alguien como la predicadora con ellos.

   Llevaba días dándole vueltas al asunto, y tenía mil y una preguntas por hacer, así que lanzó las sobrecamas al suelo de su cuarto y corrió detrás de Dea.

   — Además, ¿qué clase de pregunta es esa? —inquirió ella, mientras luchaba por seguirla el paso. Malditas sus piernas cortas. Maldito el paso vivo de la predicadora.

   — Una pregunta cualquiera.

   — ¿Una pregunta cualquiera? ¿De verdad lo crees? —preguntó, asombrada.

   — La mayoría de la gente respondería que sí.

   — Yo no soy la mayoría —repuso Mara, con tozudez—. ¿Pero ya les preguntas?

   — Siempre que acabo de predicar. Pero nunca tengo respuesta. A veces creo que ni siquiera me escuchan —admitió Dea, con tristeza.

   — Pero te piden que vayas, ¿no? Será que quieren escucharte.

   — Tú sabes cómo es eso, Maravilla. Puede que aún no hayas pisado el ala de los enfermos, pero ahí fuera has visto la verdad. Lo has visto en toda su plenitud. Puede que los demás no lo vean, o no lo quieran ver, pero yo sí lo veo. Lo siento, en el corazón —declaró Dea, sin mirarla, dándose un par de golpecitos en el pecho. Abrió las puertas que daban al jardín trasero del hospital. Puede que, antes de que el mundo se rompiese, fuese verde y vibrante, lleno de flores y olores. Ahora, todo estaba muerto.

   — Voy porque me lo piden, sí —explicó la mujer, al tiempo que se arrodillaba a los pies de la escalera, mirando hacia el oeste—, y otras voy a pesar de que no me lo piden. Les intento hablar de Dios, pero no quieren. Normalmente, me dedico a contar historias. Sobre el pasado, el mío, el nuestro. Hay días en los que me limito a escuchar. Hay varios que me piden incluso que cante.

   — Es que tienes una voz muy bonita.

   — Gracias, corazón —A Mara le gustó cómo había sonado aquel corazón en su boca, y pensó que tampoco había dolido tanto volver a escucharlo—. Voy porque quieren, aunque no lo admitan. Pero no me engaño; a pesar de que, ahora que el mundo muere, todos deberíamos estar buscando una pequeña isla de paz, nadie busca a Dios.

   — ¿Eso es lo que te aporta a ti, Dea? ¿Paz?

   — Sí, pero sobre todo valor. Es lo que más me hace falta ahora.

   Mara dejó que la predicadora rezara en soledad.

   — ¿Ya te ha pillado Dea por banda otra vez? —preguntó Lide mientras observaba su trabajo con ojo crítico. A Mara no le gustaba que la mirasen mientras cosía, porque lo hacía terriblemente mal, y no le gustaba que la vieran haciendo semejante chapuza.

   — ¿Cómo lo sabes? —Lide sonrió, de esa manera tan característica. Lide no sonreía sólo con la boca; los ojos se le avivaban, los rasgos y gestos se suavizaban, y parecía joven, mucho más joven. Podía decirse que la mejor médico del hospital sonreía con todo el cuerpo, con todo su ser, si es que aquello era posible. Había días en los que Mara creía que podía revitalizarse sólo con verla sonreír—. Sigue preguntándome si he encontrado la respuesta.

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⏰ Última actualización: Mar 24, 2014 ⏰

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