Prefacio

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La ardiente llama naranja de una de las velas estaba a punto de apagarse. Una pequeña brisa la hacía danzar de un lado a otro. La cera blanca se derramaba a lo largo de esta y, antes de llegar al candelabro, se enfriaba formando grandes gotas que nunca caían. El rostro agonizante de un Jesucristo hecho de resina se iluminaba con los vivos colores del vitral, cada vez que el cielo le obsequiaba un refusilo. 

La iglesia estaba totalmente vacía, solo la habitaban las estatuas inertes con rostros entristecidos y escalofriantes de los santos. Solo se oía la tormenta que azotaba la totalidad del pequeño pueblo. 

De pronto, la capilla fue inundada por el estruendo que generó la puerta principal abriéndose de par en par. Un hombre empapado por la lluvia ingresó al salón y cerró la puerta detrás de sí. Los cabellos renegridos se pegaban en su pálida frente. Entre sus brazos sostenía un bebé que le regalaba su llanto.

El pelinegro caminó a paso ligero hasta la sacristía. Abrió la puerta del placard y sacó de allí una toalla limpia. Le quitó al niño una mantita de color celeste que lo envolvía y estaba mojada por la lluvia, dejándolo desnudo el menor tiempo posible. Luego lo abrigó con la toalla y lo apresó entre su pecho y sus brazos. Comenzó a caminar de un lado a otro moviendo levemente al bebé, mientras que daba pequeños besitos en su frente. El llanto cesaba poco a poco, y después de unos minutos, el niñito se quedó profundamente dormido. 

Los ojos azules del hombre de pronto se entrecerraron al oír algunos golpes que impactaban directamente en la puerta de la sacristía, es decir, del lateral de la iglesia. 

— ¡Padre David! — Se oyó el llamado de una persona del otro lado de la puerta. — ¡Soy yo! ¡El sacristán!

El pelinegro colocó al bebé sobre la cama en donde dormía él, ya que su hogar era la sacristía. Luego se dirigió hacia la puerta y tomó el pomo con su mano derecha.

— Pasa, Norman. — Habló David abriendo la puerta y sintiendo el viento helado que entraba junto con el sacristán.— ¿Qué sucedió? ¿Qué haces a estas horas en la iglesia?

— Hubo otra muerte en el pueblo, padre. — Dijo Norman agitado mientras acomodaba su cabello castaño y mojado hacia atrás, y dejando un charco en el suelo por las gotas de lluvia que escurrían de sus ropas.

— ¿Qué? ¿Otra muerte? ¿Quién fue esta vez? — Interrogó el sacerdote sobresaltado.

— Era nueva en el pueblo. Llegó ayer. Su nombre era Gloria. 

— ¿Tenía familia aquí? 

— Aparentemente no, padre. Ella está en la morgue del hospital ahora. Vine a avisarle para saber si debo ayudarle a preparar la misa para mañana.

— Claro que sí. No la conocemos pero falleció aquí, por lo tanto haremos la misa en su honor. Pero, ¿cómo murió?

— Desangrada. — Norman no pudo evitar el gesto de repulsión. — Como las anteriores. Pero ella tenía las muñecas cortadas. La policía piensa que fue un suicidio.

— Mi Dios. — Murmuró el sacerdote cerrando los ojos por un segundo.

— Padre... disculpe que me entrometa, pero...

— Norman, te dije mil veces que puedes llamarme solo David y tutearme cuando estamos fuera del altar. 

— Lo siento... — Norman sonrió incómodo. — Es que... es la costumbre.

— No importa. — Dijo David sonriendo también.— ¿Qué ibas a preguntarme?

— ¿De dónde salió... ese bebé? — Preguntó señalando al pequeño que continuaba durmiendo en la cama del sacerdote.

— Oh, es muy tierno ¿verdad?— David caminó hasta donde estaba el niño y lo alzó en brazos nuevamente.  — No sé quién podría haberlo hecho pero... cuando llegué a la iglesia, el niño estaba envuelto en una manta celeste, en la puerta. Lo abandonaron. 

— ¿Qué? Eso nunca había pasado aquí. — El sacristán se sobresaltó con espanto.

— En la misa de mañana preguntaremos si alguien sabe quién es este bebé. O si no, tendremos que llevarlo a la ciudad, al orfanato. Me parte el alma esto. 

— Pobre niño. — Norman acarició la mejilla del pequeño con su dedo pulgar.

— No te preocupes, Norman. El Señor lo protegerá y le dará una vida digna. 

Al día siguiente, el padre David realizó la misa programada. La iglesia se llenó por completo. Los bancos eran ocupados a la vez que cada una de las casas del pueblo se quedaba sola. Absolutamente todos los habitantes presenciaban las misas en aquel lugar.

Todos se mostraron tristes por la muerte de Gloria, a pesar de que nadie la conocía. Quizás no era tristeza. Tal vez era miedo. No... en realidad era terror. 

Gloria fue la tercera persona consecutiva que dejaba el mundo desangrándose. Todas las muertes ocurrieron diferentes. Albert estaba preparando la comida para el restaurante y se rebanó los dedos accidentalmente con el cuchillo. Como no había nadie allí para socorrerlo, cuando lo encontraron ya estaba inerte. A Frederic lo atropelló un vehículo en la ruta y el pobre impactó contra las rocas, abriéndose brutalmente la pierna izquierda y perdiendo tanta sangre que también murió. Lo curioso es que nunca supieron cuál fue ese vehículo ni quién lo manejaba. Pero lo cierto es que estos sucesos tan naturales y a la vez extraños, solían alarmar a la gente del pueblo.

— "Este es Jesucristo. Él es el cordero de Dios, el que quita los pecados del mundo. Dichos son los invitados a la cena del Señor." — Pronunció el padre David con la hostia alzada hacia el cielo.  

El sacerdote sumergió la hostia en el líquido rojizo que contenía el cáliz. La retiró de allí, dejando caer una gota a su recipiente originario y se la llevó a la boca, como en cada misa.

Al finalizar la ceremonia, David anunció a todos los espectantes sobre la aparición de aquel bebé. Incluso pidió al sacristán que lo acercara al altar para presentarlo al pueblo. Algunos se enternecieron, otros se sorprendieron, la mayoría entristeció por lo que le había pasado al pequeño. Pero nadie lo reconoció.

Sí, David había dicho que si no aparecía la familia del niño, entonces lo llevarían al orfanato de la ciudad. Pero esa misma noche, volvió a ver los ojos verdes y brillantes del pequeño, sus mejillas sonrojadas y su sonrisa enternecedora. 

Así fue como aquel niño comenzó a crecer en la iglesia. Se crió allí, junto al padre David, y con las visitas que tanto le gustaban de Norman, las monjas y de todo el pueblo, que le tenía mucho cariño. En la sacristía ahora había dos camas en lugar de una. David era como un papá para él.

El chico se dedicaba a ayudar en la limpieza de la iglesia y a realizar pequeñas tareas que le eran asignadas por el mayor. Le encantaba ayudarlo. Disfrutaba de esa vida, aunque no conocía otra. Además tenía amigos. Su mejor amigo se llamaba Darien, y se conocieron cuando ambos tenían once años. También le gustaba una chica que solía venir todos los domingos a la iglesia con sus padres, pero jamás se había atrevido a hablarle.

Por cierto, David le llamó Nazareno.

Un día Nazareno estaba ordenando los placares de la sacristía, por puro hobbie, mientras que David intentaba reparar una vieja radio que pesaba más que la biblia. El niño, cansado de ver sotanas y más sotanas, de pronto encontró algo que le llamó la atención.

— Padre... — Habló a David. — ¿Qué es esto? — Preguntó sosteniendo una manta celeste entre sus manos.

David giró su rostro para ver lo que tenía Nazareno, y al verlo sonrió con nostalgia.

— Esa es la mantita en donde estabas envuelto la noche en que te trajeron a la iglesia. — Respondió sin balbucear.

— ¿Y esto es sangre? — Preguntó el chico tomado una de las puntas de la manta que se encontraba manchada con algo ya seco, viejo y casi de color negro. 




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⏰ Última actualización: Feb 05, 2017 ⏰

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Cáliz de sangre [PAUSADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora