"La mujer más bella del mundo", así la llamaban.
Aquel era un pueblo pequeño, sus calles acostumbraban estar sucias, regadas de restos de verduras y eses de los perros callejeros que dormían en las esquinas, recostados en algún hombre ebrio y hediondo con el abrigo roto y la cartera vaciada por alguna prostituta de turno. Si algo abundaba en ese pueblo más que la mugre, eran las putas y los ladrones.
La idea de ir al pueblo a vender lana le era muy incómoda, a Hilde le gustaba quedarse en la granja de sus tías y trasquilar las ovejas. Prefería gastar su vida entre el olor de borregos durante la larga jornada de esquila, que ir a la pequeña ciudad aledaña a cruzarse con gordos sudorosos y ebrios acercándose para tocarla; "algunos animales huelen peor que otros" – siempre decía.
Sin embargo, habían días en los que Hilde no corría con la suerte de quedarse en los establos, cuando sus familiares decidían hacer compras, ella se veía obligada a acompañarlos y hacer el viaje de dos horas en carromato hasta el dichoso pueblo, o en otras ocasiones debía ir sola a esclarecer algunas cuentas de las ventas de la granja.
Hilde vivía rodeada de mujeres, la granja era una herencia perteneciente a dos hermanas viudas que tenían una hija cada una, y a ella, que era hija de una tercera hermana muerta. Sus primas, contemporáneas suyas, disfrutaban de las fiestas y los buenos vestidos; cada vez que veían a Hilde descansando a la sombra de un árbol, o leyendo un libro, la secuestraban para sus oscuros propósitos. La vestían con escandalosos tules verdes y satenes azules, en los que habían gastado sus mesadas, le peinaban canelones alrededor de moños altos con flores de colores y listones largos que caían al suelo como la cola de sus vestidos. Le pintaban la cara con rubores y le untaban con almibares los labios, la peor parte era cuando le ajustaban el corsé hasta que los pulmones se le salían por la boca, y finalmente las perlas, adornaban con perlas su cuello, sus muñecas o donde sea que hubiese un espacio libre y sin ornamentar, ahí, colocaban perlas. Cuando la ponían frente al gran espejo de roble de la abuela, no paraban de decirle: "Eres hermosa, ya tienes quince años, deberías empezar a vestir como la dama que eres y no como una borreguera".
Todo el que la veía decía lo mismo, que era la mujer más hermosa del mundo. Cuando se veía en aquel espejo, incluso ella comenzaba a creerlo. Hilde tenía el cabello negro azabache en bucles que caían como cascada sobre su espalda, su piel era tan blanca y limpia que ni el sol se atrevía a mancharla, sus labios no necesitaban pinturas para permanecer rojos y sus ojos, sus ojos grises y azules a la vez, dorados a la luz y violetas a la sombra, traspasaban el alma de cualquier ser humano.
Pero Hilde era demasiado perezosa para vestir adornada como sus primas, si bien se prestaba a sus juegos de belleza, para el diario usaba ropas grises y pardas, eran más cómodas y la mugre no resaltaba tanto, podía permanecer días vestida así y ahuyentando a los incómodos visitantes.
Una tarde soleada, Hilde regresaba con una bolsa cargada de monedas de oro, había vendido mucha lana de oveja, frazadas, quesos y otros comestibles aquella mañana. Estaba sudorosa y cansada, pero era incapaz de despojarse de las mantas y capuchas de lanilla gruesa que traía encima, prefería desgastarse a sufrir un asalto o una violación, muchos de los ciudadanos de allí ya conocían su rostro y se le habían insinuado de muchas maneras, de no ser por el bastón con el que andaba siempre, otra habría sido su suerte.
Aquel día había enviado a los carros a terminar de entregar los productos y les encomendó a los sirvientes que al terminar fuesen a llenar los barriles con vino y que compren algunas fibras y frutos secos que hacían falta en la casa. A ella le correspondía regresar a pie, era difícil encontrar carromatos o carretas que la condujeran de vuelta.
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El Cuento De La Bruja Y La Princesa Sombría I
FantastikAntes de existir una princesa hubo una reina malvada, antes de existir una reina malvada, sólo era Hilde.