Capítulo 1

510 7 0
                                    


Aclaro que la decisión fue mía. De todas formas, cuando finalmente supe que lo iba a hacer, el único vestigio de algo que no haya sido temor fue un leve sentimiento de intimidad por llegar a su vida fuera de nosotros, algo que hasta ese entonces no había podido ni concebir. La decisión fue inmediata, cuando llegué a buscarla, su madre, nerviosa y con la mitad del cuerpo escondido, me dijo dónde estaba e instantáneamente decidí que iría; ni si quiera pregunté de qué se trataba. Y lo decidí así porque cada que hablaba de lo que hacía, por más pequeño que fuese el comentario, sus ojos brillaban de repente, encendidos con una esperanza genuina; a pesar que de que me sentía excluido, agradecía que estuviera contenta y fantaseaba con algún día conocer el motivo de esa felicidad.

No tuve tiempo de arreglar maletas. De todas formas, me aclaró como adivinando mi preocupación, no hacía falta pues ahí me iban a proporcionar todo lo necesario. El último bus que podría llevarme salía en dos horas, y eso era exactamente el tiempo que iba costarme ir desde su casa hasta el medio del bosque, donde me dijo que estaba la estación. Antes de ir le pedí que la llamara y le avisara de mi llegada, pero me dijo que no había forma alguna de comunicarse.

Fue casi una hora de recorrido por un bosque húmedo. Encontré la estación sin una sola persona y al bus reposando entre una maleza que lo pretendía cubrir, pero que lo hacía resaltar mucho más. Verifiqué la hora con mi teléfono y con mi reloj e incluso traté de utilizar las técnicas de posicionamiento solar que me había enseñado mi padre, receloso de la tecnología, y la hora en todos los intentos coincidió. Casi inmediatamente escuché un murmullo de voces detrás mío, como diminutos golpes en los oídos cada vez más intensos. El sonido se fue concretando hasta que pude distinguir mi nombre. Guiado por el sonido me fui acercando al bus inerte, de ahí me adentré en la arbolada que estaba detrás; caminé algunos metros y llegué a otra estación, casi idéntica a la anterior, pero ya no solitaria.

Quien me había llamado, continuó gritando incluso después de verme y de que yo le hiciera una señal con la mano. <<Perdón, no te reconocí>> me dijo, y el desconcierto de que creyera conocerme fue suficiente para no indagar sobre ese asunto, además su voz era muy molestosa y preferí no volver a escucharla. Lo que más me sorprendió de él, además de su voz de ratón, fueron sus aterradoras manos gordas, que al saludarlo noté sacudirme la muñeca. No digo que se haya visto como un fenómeno, pero sus manos no estaban en ninguna proporción con el resto del cuerpo, más bien pequeño y enjuto. Vestía muy normal, de extraño solo llevaba una cinta roja a la altura del muslo por encima de los pantalones de pana. Se subió al bus y lo encendió, luego pitó y yo salí del pensamiento que me absorbía y que no me acuerdo si era una duda o miedo. Subí, buscando con la mirada un asiento que me diera la posibilidad de no hacerle creer que evitaba una conversación, pero que tampoco lo invitara a hablarme: algo como por la mitad. Me senté, y apenas hubieron mis nalgas tocado el asiendo, alcé la mirada y vi las gordísimas manos encima de mis ojos, traté de alejarlas pero cuando reaccioné ya la venda estaba sujeta y anudada. Se disculpó y dijo que era el procedimiento. Naturalmente me molesté, pero el respeto que tenía por sus manos que de haberme golpeado quién sabe si me hubieran matado, hicieron que me callara. El bus partió con un pequeño temblor.

Aunque no podía ver, sentí la gordura de sus manos cuando me quitó la venda. Me cubrí el rostro para acostumbrarme a la luz; creo que dio la impresión de que me puse a llorar. Alcé la vista cuando ya pude ver mis palmas claramente. Lo primero que noté fue que estaba solo. La idea de que habría algarabía por mi llegada había ido germinando en mí cabeza durante el viaje. Me hubiese conformado con por lo menos ver a alguien, pero ya ni el chofer estaba. El lugar que me recibió era una plaza adoquinada, muy vetusta y mohosa, en parte rodeada por un semicírculo de casitas de piedra y en el centro una torre muy alta y angosta, con un campanario en la punta. Distinguí en una de las casitas la palabra <<Llegada>>, y me fui derecho a ella. La puerta estaba con llave. Le di una patada y salió una pequeñísima mujer con cara de anciana que se veía no tenía más de veinte años. Me saludó muy amable mientras me invitaba a pasar. El interior parecía una celda, había un bloque de cemento como para que alguien se sentara, pero ni una ventana si quiera. La luz de la vela llegaba solo hasta cierta distancia, apenas alcanzando a cubrir el diminuto podio donde ella se alzó a revisar un libro. Me senté en el bloque, bastante extrañado por ese lugar que ya no sabía si era el correcto. Al punto, arrancándose una sonrisa, preguntó mi nombre; se lo dije y pregunté por ella. El nombre no se le hizo conocido pues tuvo que buscarlo en su libro. Luego de buscar en algunas páginas dijo que sí estaba ahí, y como sospechando mi preocupación, me explicó que no habría ido a recibirme porque el grandísimo líder había enfermado y sin su presencia no se podía hacer nada. Me alegré, no de que ese señor estuviera enfermo, sino de saber que estaba en el lugar correcto. Dije que necesitaba verla y por eso su rostro, antes afable, vivaracho, con ternura de ancianita, se degeneró en el de una mujer llena de amargura, sus cejas se juntaron de golpe; se vio arrugada, no por el tiempo, sino por la rabia; su boca se desvió y entornó los labios para que saliera un corajudo refunfuño: <<eso no es cuestión suya, ¡aprenda a respetar!>>, dijo sin mirarme, con los ojos clavados dentro de sus propias órbitas. Pensé que había sido imprudente y me disculpé. Mis palabras suavizaron su enojo, lo suficiente para que me mirara. <<Por el momento usted debe preocuparse por la salud de nuestro amado líder, señor Pertafás, el resto no es importante>>, aclaró, más serena luego de que explicara que ella era mi novia, y la urgencia que tenía por verla. Bajó de su podio y se hizo con una vela, se acercó y puso su mano abierta frente a mí, en señal de que le diera algo. <<Teléfono, llaves, dinero, tarjetas, reloj, cuchillos y armas de fuego>> dijo con parsimonia. Colegí que entre menos resistencia pusiera más rápido la vería, por lo que obedecí; introdujo una por una mis pertenencias en el canguresco bolsillo de su vestido, me subió una cinta color negro por la pierna hasta la altura del muslo y me dijo : <<Lo felicito. Ahora, diríjase a la torre del campanario y esperemos que nuestro amado líder se recupere>>, luego se fue, vela en mano, a su podio. Salí, menos seguro que cuando había entrado, pero nuevamente, como la decisión fue mía, no tenía porqué quejarme. Transité por la periferia tratando de espiar dentro de las casitas que, a pesar de no tener ventanas, tenían todas la puerta abierta. Llegué a la torre, la única que había y que incluso si la mujer no me especificaba lo del campanario igual hubiera encontrado. Iba a llamar, pero al apoyar mi mano en la puerta me di cuenta que estaba sin seguro, de manera que continué el movimiento hasta abrirla totalmente. Estuve algún tiempo en el portal tratando de concebir que el radiante sol encima mío no pudiera hacer entrar sus rayos en ese lugar, demasiado eclipsado para no levantar sospechas. Advertí un cambio en el sonido; el silencio de afuera no era el mismo que el de ahí adentro. Tomando un respiro de valentía y, debo confesarlo, apoyado en el remordimiento que luego explicaré y que asumo como la causa de haber querido buscarla en ese lugar, entré y cerré la puerta detrás de mí. Me vi tentado a llamar, pero no lo hice porque temía profanar ese lugar que sentí sagrado. Tanteando con la mano me abrí paso unos pocos metros hasta que mis pies se tomaron con otros pies y sentí una mano que me haló desde la cinta en mi pantalón hacia el suelo; obedecí el movimiento y me senté. Saber que no estaba solo me reconfortó y cerré los ojos para descansar.

Para no morir quemadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora