― ¡No te fallaré! ―prometió el hombre casi susurrando―. Vivirás muchos más inviernos y observarás muchos más atardeceres.
El viento penetraba las encumbradas montañas que se erguían a su alrededor, mientras que el cielo parecía cubrirse con un manto de color rojizo oscuro. El hombre llevaba una capa de lana que lo envolvía hasta los muslos y una capucha reforzada con cabello humano que lo protegía del gélido aliento.
Con cada paso que realizaba entre la rocosa superficie, un agudo dolor en el torso le azotaba. El hombre sabía que no sobreviviría a dos flechazos en sus costillas, y mucho menos a las que utilizaban los Hombres de la Sombra; que estaban untadas en veneno de serpis.
Aun así, una fuerza interior no le permitía detenerse ni por un instante, continuaba escalando por el pedregoso camino que cada vez se hacía más empinado, aunque siempre cuidadoso del bulto que llevaba a su espalda.
«Me entregaría a las crueles fauces del Dios Oscuro si algo le pasase al pequeño―pensaba cada cierto tiempo desde que había emprendido el viaje. »
Y de un momento a otro el sol desapareció entre las lejanas colinas y una oscuridad se cernió sobre él. Valiéndose solamente de su tacto, continuó avanzando, mientras albergaba la esperanza de que sus pequeños ojos se acostumbrarían a la noche, pues, ni siquiera la luna se había presentado en el firmamento.
De pronto comenzó a sentir un zumbido que se galopaba en sus oídos y una pequeña sonrisa se dibujó en su maltrecho rostro. Sabía lo que significaba aquello, era un rayo de sol en su mente nívea, era un mensaje; un presagio de los dioses. Lo había sentido desde que era un niño, un poco antes que se presentara voluntariamente en la congregación de Los Antiguos, como también lo sintió una noche antes que comenzara la invasión y unas horas antes que le fuera encargada tan especial misión.
No se había sorprendido el día en que los Cuatro Santos lo convocaron en el Templo de la Luz, y no sólo por el recuerdo de los anteriores zumbidos, sino porque era sabido entre los sacerdotes que un niño de la Luz había nacido.
Con los Hombres de la Sombra acercándose violentamente, había pensado en aquellos días. Y sin titubear había partido al amanecer hacia el continente.
Volvió repentinamente a la realidad; el gélido viento quemaba sus marcados pómulos, mientras que la oscuridad aún nublaba su visión. Sin embargo, reconoció dos tenues luces que parpadeaban en algún lugar de la montaña cercana a la cima.
Fue en ese momento cuando el zumbido abandonó sus oídos y el corazón comenzó a latirle con fuerza.
Se adelantó torpemente entre las piedras, sentía sus manos ardiendo producto de la fricción con los peñuscos, sin embargo, nada de aquello le importaba, sentía una fuerza en su interior que él interpretó como un regalo de los dioses; el Don.
Cuando por fin pudo acercarse lo suficiente a las rojizas luces, se percató que se trataba de dos antorchas que yacían colgadas en la parte superior de lo que parecía ser un muro.
―Estamos aquí...―se dirigió con un débil hilo de voz al pequeño bebé―. Lo hemos logrado.
De pronto el delgado hombre cayó de bruces al suelo. La criatura comenzó a llorar mientras que una sombra emergía de la oscuridad. El viajero depositó suavemente sus manos en las costillas y presionó. La sangre comenzaba nuevamente a brotar de sus entrañas, aunque ahora la sentía fría y espesa.
La sombra se acercó al hombre y con un movimiento solemne encendió una pequeña lámpara de cristales sucios.
― ¿Cómo lo has logrado? ―preguntó sorprendida una voz áspera pero femenina―. Llegas justo a tiempo.
La diminuta mujer agarró suavemente el bulto que yacía en el suelo y lo cargó hacia el centro de la construcción, iluminó la noche con pequeños candelabros y depositó al pequeño sobre una mesa de piedra oscura.
― ¿Qué haces? ―intervino casi murmurando― Déjame oler por última vez al pequeño.
―Tu misión está cumplida, mi Antiguo―dijo la mujer bajando la capucha que cubría su rostro.
Tenía los cabellos largos y gruesos, de un color ceniza en el que se reflejaba la luz del fuego. Sus ojos color pardo observaban inmaculadamente a la enjuta criatura. El sacerdote se arrastró con sus últimas fuerzas hacia el centro; era una planicie de piedras que formaba un óvalo, mientras que diez columnas de mármol se erguían por los costados. La mujer desenvolvió al bebé y trajo consigo una pequeña damajuana lleno de aceite gris.
―Oh, pequeño niño de la Luz―comenzó a canturrear la mujer―. Concebido por la fuerza del sol y la templanza de la luna. Eres fuego, viento, mar y tierra, eres la vida y la muerte. La luz y la oscuridad.
La anciana agarró fuertemente la damajuana y vertió su contenido sobre la cabeza de la criatura.
―Tomarás muchas vidas―volvió a cantar luego de una pausa―. Reyes y reinas caerán sobre las fauces de la oscuridad, campesinos y artesanos arderán en el volcán. Seres podridos de odio aniquilarás, pero también seres queridos serán llevados con ellos...
«Oh, pequeño...» pensó el hombre mientras su visión se tornaba borrosa.
El viento parecía consolar aquél dolor que el viajero sentía, no el dolor físico de las flechas incrustadas en sus costillas, sino que el que sentía en su interior; un dolor suave y que le producía cosquillas.
Cuando el bebé estuvo empapado con el aceite, la mujer observó el cielo y levantó los brazos.
Un resplandor emergió fugazmente desde la pequeña criatura e iluminó el firmamento.
«Era él...―pensó aliviado―. Siempre fuiste tú, sangre de mi sangre...» Y de pronto la oscuridad volvió apoderarse definitivamente de sus ojos.
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La Tierra de la Rosa (#1)
FantasyUna doncella en busca de su libertad, un hijo exiliado en busca de la aceptación y una joven guerrera en busca de su destino. El Viejo Mundo parece sumergirse en un espiral de intrigas, guerra y muerte, mientras que en el Nuevo Mundo una colonizació...