Melwen, Reino de los Birkas.
Los copos de nieve caían lentamente sobre el pastizal congelado, algunos cerdos y terneros corrían despavoridos por el sendero mientras un perro gris los perseguía. El viento parecía silbar en el gran manto grisáceo que cubría el cielo.
«Los espíritus están cantando por la llegada de los Mojark» se dijo a sí misma Freda a medida que observaba los jinetes en el horizonte.
Raissa estaba parada con una mirada estoica, sus ojos eran profundos y celestes y se acentuaban más con el maquillaje negro que contorneaba sus párpados. Vestía un traje de lino blanco, con broches de oro que sujetaban la piel de zorro y una cadena plateada pasaba por su frente sujetando su cabello. Freda, por su lado, vestía pantalones de cuero y una larga capa de lana color verde.
Había una pequeña multitud de hombres y mujeres libres, esclavos y guerreros reunidos en torno a las mujeres. Cuando los jinetes y su prole arribaron en las primeras granjas de Melwen, Raissa dio un paso adelante.
―Bienvenido a Melwen, Mojark Vekel ―dijo la mujer con una voz serena―. Eres el último en llegar.
Vekel era un hombre de brazos fornidos, larga barba y calvo. Se bajó del caballo ágilmente y se acercó esbozando una sonrisa mientras el resto de hombres y mujeres de su hueste se paraban detrás de él.
―El Bojark nos ha hecho viajar en pleno invierno y somos el Clan más alejado de Melwen―dijo rascándose la entrepierna―. Es un gusto verte, hermana mía.
El Mojark se acercó a Raissa y le besó la mano, Freda se percató que se formaba una diminuta sonrisa en los labios de la mujer, luego Vekel pasó suavemente su mano contorneando el abultado estómago de la Bojark.
―Tu debes ser Freda―dijo Vekel dirigiendo la mirada hacia la muchacha, luego revoloteó sus cabellos con la mano.
«A pesar de haber sangrado ya hace unas lunas, aún creen que soy una niña» pensó.
―Mi padre y los demás hombre esperan en la Torre―dijo Freda respirando profundamente―. Por favor, acompáñanos al festín.
El calvo hombre esbozó una sonrisa e hizo una seña para que su hueste lo siguiera; había una decena de hombres y mujeres, la muchacha supuso que se trataba de guerreros, algunos esclavos que traían las provisiones y familiares del Mojark. Detrás del grupo unos cuantos caballos desnutridos y perros de caza con el cabello pálido eran llevados a los establos o a las granjas aledañas.
A medida que avanzaban hacia la torre, Freda se percató que Vekel hablaba algunas intimidades con su hermana, escuchó que contaba una historia acerca de gigantes que habían invadido el Lago Gris cerca del Clan del Lobo y que habían intentado alejarlos, pero que había sido imposible por la cantidad de hombres que el pueblo poseía. Freda toda su vida había oído hablar de los gigantes, pero nunca había tenido la suerte de ver uno. Se decía que eran bestias que reinaron las tierras norteñas por centurias, pero que con la llegada de los hombres se habían ido extinguiendo poco a poco, quedando reducido a pequeñas manadas que pasaban sus días escondido en cuevas y cazando de noche.
Al cabo de un rato, un muchacho un poco más bajo que ella se situó a su lado. Las guedejas platinadas le caían en el rostro mientras que su cabello era raso en la parte posterior, tenía pecas repartidas por todo el rostro y hacía una extraña mueca con su nariz.
Freda lo miró de reojo y siguió caminando.
—No creas en esas leyendas—sonrió el muchacho—. Las únicas batallas que lucha mi padre se libran en su cabeza.
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La Tierra de la Rosa (#1)
FantasyUna doncella en busca de su libertad, un hijo exiliado en busca de la aceptación y una joven guerrera en busca de su destino. El Viejo Mundo parece sumergirse en un espiral de intrigas, guerra y muerte, mientras que en el Nuevo Mundo una colonizació...