Capítulo 1

18 2 1
                                    

Capítulo 1

En aquel viaje, solo pretendía separarse del mundo, su última relación la había dejado muy dañada, dolida.

Quizás era hora de poner tierra de por medio, desintoxicarse y olvidar todo aquello que le había hecho algún mal. Sentía la necesidad de ser libre.

Escogió para ello un pueblo de pescadores, apartado de las rutas turísticas, a simple vista, cuando se bajó del autobús, no era gran cosa. Una plaza cuadrangular, rodeada de algunas casas con comercios rancios, una tasca, un colmado, la iglesia y el ayuntamiento, eran todo lo que se podía ver a simple vista. Cegada por la cal de las casas y el deslumbrante sol, Elena tomo su equipaje y de dirigió directa a la tasca.

Dos abuelos sentados en una mesa en su... podríamos llamarla "terraza" La seguían con inquisidora y critica mirada, curtidos por el sol y la sal, tenían a simple vista aspecto de haber trabajado toda su vida en la mar.

Al llegar a ellos, los saludo cordialmente, a lo que respondieron musitando un ¡buenos días! Casi imperceptible. Entro en la tasca que tenía mejor nombre que aspecto, puesto que se llamaba "la espuma de mar".

Una señora con un delantal de cuadros raído, vestida casi por entero de negro y un señor casi con el mismo aspecto que los dos de fuera, la miraron. Salió un chico por detrás de la barra, haciendo ruido con la cortinilla de canutillos de plástico de colores, que separaba la que ella supuso sería la cocina, de la barra. El chico era joven, unos 16 años más o menos, mucho más avispado en su mirada que los cuatro seres vivos que de momento, eran los únicos habitantes del pueblo.

De golpe el chico pregunto.

¿Eres Elena?

Ella respondió, entre bajito e inaudible.

¡si!

Te estábamos esperando, tengo las llaves de tu casa, termino una cosa y te llevo ¿quieres tomar algo?

¡Gracias, un café!

El señor con camisa de cuadros, recio, de piel seca y semblante serio, se dio la vuelta y dando un golpe que la sobresalto, extrajo la granza del café del mango de la cafetera. La señora hacía ya un rato que en silencio desapareció sin que ella se diera cuenta, como un fantasma.

Le puso el café, en un vaso de caña, casi opaco de tantos usos, en un platillo de Duralex, que solo recordó haberlos vistos en casa de su abuela. Una cuchara fina y abollada y por ultimo un sobre de azúcar que tenía las pretenciosas letras escritas de ¡Gracias por su visita!

Tomo su café, fuerte como el acero y amargo como la tuera, pero estaba tan apocada, que no fue capaz ni de pedir un segundo sobre de azúcar o algo más de leche para suavizar aquel brebaje que, aunque amargo y difícil de tomar, la despejo en cuestión de unos minutos.

El chico salió de la barra y dejando un pequeño mandil encima de la barra, dijo... ahora vuelvo, voy a llevar a la señorita a su casa.

Nadie le respondió.

Elena se encaminó junto a su joven guía, hacia la casa que había alquilado para pasar sus vacaciones.

Se dirigieron a las afueras del pueblo, andando por calles blancas, silenciosas, con poca gente por las calles, las puertas de las casas estaban abiertas, tan solo una espesa y colorida cortina, parecida a una colcha, colgaba del marco de las puertas, para impedir la entrada del sol y el calor en las viviendas. Entre el puerto de pescadores y el faro se encontraban un grupo de cuatro casas, con una especie de patio delantero en el que macetas y algunos árboles frutales como naranjos y limoneros, daban sombra a la entrada de cada casa.

El faro de ElenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora