Capítulo 1: Había que vender la vaca

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Cuando mi madre entró al ranchito que teníamos a modo de establo, me encontró teniendo al pequeño Hansel apretado contra la pared y ensartado hasta el ombligo mientras le mordía una oreja y ambos con los pantalones en los tobillos. Por dicha, mi madre era muy corta de vista y no distinguió lo que en realidad le estaba haciendo al pequeño Hansel, aunque le llamó la atención que yo jadeara tanto y que Hans dijera: «¡Oh, Jack! ¡Más fuerte, Jack! ¡Más adentro, Jack!»

—¿Qué le pasa al pequeño Hansel, Jack? —preguntó mi madre.

—¡Oh! Este... Ha... dibujado un cuadro y quiere colgarlo aquí, en la pared del establo, mamá —contesté con el ingenio del que era famoso en el pueblo—. Por tal razón me dijo eso sobre el clavo que quiere poner para colgar su cuadro. El pequeño Hansel quiere un clavo más fuerte y que lo clave más adentro, para que el cuadro no se vaya a caer.

—¿Y tanto trabajo les está dando algo tan simple? Si por poner un clavo jadeas así, hijo, no imagino cómo te pondrías al construir una choza o una casa.

—Pero ya casi terminamos, mamá —le dije sin que ni Hansel ni yo cambiáramos de posición, o nos separáramos y menos nos subiéramos los pantalones.

—Cuando puedas, ven a la cocina que debo hablarte, Jack.

—Dame cinco minutos y voy, mamá.

Mi madre volvió para la casa y así continué «clavando» al pequeño Hansel hasta que siendo poseídos por esos deliciosos calambres, pudimos terminar si no la única, la mejor diversión que teníamos en el pueblo. Yo nunca supe qué harían los otros chicos para entretenerse y pasarla bien, pero en lo que a mí respecta, todos los días me llevaba a uno al establo, o a los matorrales junto al río o a la cueva de piedra; ya sea al pequeño Hansel, o a Harry el pelirrojo, al dulce Sam y su melenita castaña como la corteza de los robles, o a John; pero de los cuatro, con quien más me gustaba hacerlo era con el dulce Sam, porque gemía que era un primor y siempre quería más, por lo que generalmente íbamos a la cueva y así podía hacérselo dos o tres veces, sin contar que, de los cuatro, el dulce Sam era como un ternero hambriento.

El pequeño Hansel era el segundo en mi lista de preferencias. Tenía un trasero redondito y carnoso y al final siempre me daba las gracias y me decía que esperaba con ansias la próxima. Harry, el pelirrojo, era el menor y todavía no sabía muy bien cómo ponerse ni qué hacer; y en cuanto a John, aunque también se portaba a la altura y me hacía gozar hasta poner los ojos blanco, tenía un perro que no se separaba de él y era un poco incómodo tenderme encima de John entre los matorrales mientras el majadero perro me lamía la cara o me halaba de la camisa con sus dientes. No me dejaba concentrar.

Esa era la única diversión que teníamos en el pequeño pueblo, porque, además, no había muchachas de nuestra edad; y siendo todos varones, ¿qué esperaban? Pero como la naturaleza es sabia, entre todos los varones había cuatro que les gustaba enormente divertirse conmigo y yo, caballero al fin, los complacía encantado aunque a veces terminaba exhausto cuando dos o tres de ellos, venían a verme el mismo día: en la mañana, en la tarde y al anochecer. Pero no hay que caer en el error sobre la causa del cansancio, no me cansaba de hacerlo con ellos sino de ir de mi casa al río y de vuelta; de mi casa a la cueva y de vuelta, de mi casa a los matorrales de nuevo, y así. Por eso, cada vez que se pudiera, prefería hacerlo en el establo, era más cerca y más cómodo; y mi madre, además de ser tan corta de vista como un topo, no sospechaba nada. A mi edad, «clavarme» tres chicos distintos el mismo día, no me cansaba y siempre tenía suficiente para todos, además de que el ejercicio me mantenía en buena forma física. Lo que tampoco nunca supe fue si ellos sabían que lo hacía con todos o cada uno pensaba que era el único objeto de mis deseos y del desahogo de mis calenturas.

Las habichuelas mágicasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora