Capítulo 7: El arpa mágica

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Mientras Christian intentaba acomodarse de nuevo su malla azul, notó que se había comenzado a descoser. Aquel arreglo (que le había hecho luego de que yo la había cortado con mi cuchillo de tallar madera) se estaba deshaciendo y supuse que eso era consecuencia de haber tenido la prenda bajada no hasta sus tobillos sino hasta un poco más abajo de sus rodillas; y también al esfuerzo a que había sido sometida mientras suministraba el «tratamiento» al mozo de cuadra había sido demasiado para esos delgados hilos.

—¡Oh! ¡Mirad, Mr. Bigcock! —dijo el paje mientras se quitaba del todo la malla para observarla mejor—. ¡Se está descosiendo! ¡Qué contrariedad! Ya veo que no debo comprar ropa sin el consejo sabio de milord. ¡Mirad qué mala calidad!

—Christian... yo lo único que puedo ver ahora es que estás desnudo de la cintura para abajo.

—Por supuesto, mi nuevo e íntimo amigo... ¿cómo no estarlo? ¿No veis que no puedo ponerme de nuevo esto sin arreglarlo?

Christian se volvió para poner la malla sobre el fardo de paja y se inclinó para estirarla con sus manitas y así apreciar mejor el daño, pero al hacerlo volvió a ofrecer al mozo un blanco perfecto. Ese espectáculo casi me pone como loco de nuevo, pero al mirar al mozo, vi que quien volvía a poner ojos de lobo, babearse y pasar su lengua por sus labios era él. Mientras el paje estiraba la malla y se quejaba de la mala fe de los vendedores ambulantes, el mozo volvió a soltarse la cuerda de su pantalón y en lugar de bajarlo hasta los tobillos se los quitó totalmente se acercó por detrás de Christian y comenzó a restregársele lascivamente.

—¡Oh, Mr. Bigcock! ¿Necesitáis más tratamiento?

—¡Qué tratamiento ni qué alergias! ¡Christian! Dijiste que te gustaba, así que dejémonos de medicinas y pretextos y disfrútalo, chaval, disfrútalo tanto como te gusta.

—¡Oh, Mr. Bigcock! ¿Seríais tan amable? ¿En verdad lo queréis hacer de nuevo, pero esta vez por mí?

—¿Por ti? ¿Eh? ¡Ah! Sí... por ti... por ti —dijo y lanzando un gran escupitajo en el «agujerito» del paje sin más trámite lo clavó de tal manera que hasta el fardo perdió su forma rectangular.

—Esta vez, Christian, me tomaré mi tiempo y verás por qué no vas a querer que nunca abandone este castillo.

—Nunca lo abandonéis, no... Y si lo hicierais... os seguiré a donde sea, Mr. Bigcock.

—No lo dudo —dijo el mozo mientras se movía con cierta lentitud y Christian pedía más, más fuerte y más rápido—. Tómalo con calma, Christian... concéntrate en lo que estás sintiendo y verás cómo lo gozas.

—¡Oh, Mr. Bigcock...! No sé si podría tomarlo con calma... sois... sois... ¡Aaaahhhh!

Eso me dio la idea. No; no fue que la próxima vez se lo haría al paje así de lento y parsimonioso, ni al dulce Sam, ni al pequeño Hansel, ni a... todos los otros. No. Me dio la idea de adelantarme al castillo para ver de qué iba ese tema del arpa de oro, pues esos dos, a como se planteaba el asunto, iban a tardar un buen rato, y eso si no lo repetían por tercera vez. El paje ya había descubierto un nuevo mundo de placer y el mozo de cuadra no se diferenciaba de los caballos que cuidaba, así que tanto uno como el otro estarían en el séptimo cielo por quién sabe cuánto tiempo más.

Sin hacer ruido abandoné el establo dejándolos con sus «quehaceres» y volví al castillo. ¿Dónde podría el Ogro guardar el arpa mágica? Como las puertas principales estaban cerradas entré por la que comunicaba la cocina con el patio. Con cuidado salí a un corredor estrecho pero no muy largo que conducía a un salón que tenía todo el aspecto de comedor. En el centro había una gran mesa con doce sillas, de madera sólida y bellamente labrada, cubierta por un caminero rojo y sobre él dos grandes candelabros que por su brillo y aspecto, deberían ser de plata, y con sus velas, con dieciocho cada uno. Era una estancia grande de planta rectangular y en una de sus paredes largas había una gran chimenea, de piedra maciza y también labrada con rostros de lo que me parecieron leones y sobre el cañón de la chimenea en sí mismo, que estaba empotrado, pendía un gran escudo de armas con dos grandes hachas cruzadas. Yo no entiendo de eso que llaman heráldica, pero estaba dividido en cuatro, dos partes opuestas en diagonal eran azul oscuro con dorado y las otras dos, blancas, ostentaban un par de castillos muy simples en rojo fuerte, con una corona sobre el piquito superior del escudo. En la pared opuesta, había un gran arco que separaba el comedor con otro gran salón igualmente grande, y a cada lado, grandes cuadros que representaban al Ogro: uno de cacería, donde tenía un pie sobre un ciervo que yacía sobre el campo, y en el otro, más hogareño, estaba sentado en un gran sillón, ricamente ataviado con lo que supuse sería su ropa de «Lord» pues había armiño sobre el cuello de su capa y una delgada coronita sobre su cabeza. En éste, lo habían pintado cuando no tendría más de veinte años, a juzgar por su apariencia. El resto de las paredes tenían cuadros casi hasta el techo y gruesos muebles de madera que supuse guardarían la vajilla, la platería, los manteles y cosas así.

Las habichuelas mágicasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora