“No es necesario hablar, sólo haz una burbuja, no importa lo que pase al exterior.” Y eso hice, mirando directamente tus ojos profundos, castaños, encantadoramente misteriosos e inquisitivos. Mantuvimos la mirada durante algunos segundos, o algunas horas, no lo sé, no sé nada. Tú tampoco, sin embargo me enseñas a vivir con tus palabras, tus acciones, tus pensamientos que siento tan míos como mi propia voz. Intuyo que me amas pero no lo espero, no es algo que deba esperarse, sólo debe ocurrir. Tú también intuyes, o empiezas a saber, o sabes, y también yo te enseño a vivir, con mis palabras, mis acciones, mis pensamientos que no son sólo míos, que comparto a través de la pluma y del corazón.
Desviamos nuestras miradas, volvimos a la realidad, estábamos ahí, acostados sobre la hierba, observando el verde caleidoscopio de las hojas sobre el cielo despejado, sin nubes, agitado por el viento, o por nosotros. Aparté el pelo de tu frente, “me encanta hacer esto”, y nuestros labios se rozaron, se tocaron y terminaron juntos, intercambiando energías que en tu cabeza tomaban forma de elefante.
Al llegar a casa recuerdo la suavidad de tu piel sobre la yema de mis dedos que ahora recorren un teclado blanco y negro, que me permite reproducir mis sentimientos, para luego transmitirlos al resto del mundo, o sólo a ti. Esa suavidad me acompaña junto a tu olor, ese olor peculiar, floral, incierto, indescifrable, olor a ti, y vuelvo a pensar que me encanta. Es uno de aquellos detalles que me permite recordarte constantemente, ese olor a creación, a jardín del Edén, a fruto prohibido, a conocimiento descubierto, olor a pecado original. A Adán y su compañera que lo sacó de la ignorancia para dejarlo vivir una vida fuera de un falso paraíso y lo introdujo en su realidad. En su propio paraíso de detalles, energía y elefantes.