14. Sofocación

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Alexander me abrazó toda esa noche. Lloré amargamente hasta que me quedé dormida. Había pensado por horas el qué hacer o cómo escapar, pero aprisionada por los fuertes brazos de quién me consolaba sin hablar, no pude hacer mucho.

El siguiente día fue peor de lo que yo creía que sería.

Alexander fue de mal en peor. De estar enojado, pasó a ser un chicle molesto que nunca se separó de mí. Hacíamos prácticamente todo juntos: Desayunar, respirar y caminar; inclusive cuando quise ir al baño, intentó entrar conmigo. Tuve que sacarlo a patadas con la tonta excusa de que no era precisamente orinar lo que iba a hacer.

Pero por psicópata que suene, él me esperó.

Me esperó justo en la puerta e hizo lo mismo todo el día. Si quería bañarme, él entraba conmigo, si quería acostarme; lo hacía también. Alexander tenía una mirada que me enloquecía no solo de pasión, sino también de desesperación.

Me estaba sofocando tanto que no sabía si lo hacía para consolarme o para probar de que le decía la verdad; de que yo ya no pensaba en Max.

Y lo peor era, que aún no me dejaba salir. Habíamos estado la mitad de ese día en aquel cuarto y yo solo pensaba en huir. Era desesperante ver como hablaba por teléfono mientras me miraba o cómo hablaba con algunos que se atrevían a tocar la puerta de la entrada.

Matthew había venido y me había saludado, pero no había pasado de eso. Toda la mañana había estado en un efímero silencio que me estaba comiendo viva. Ni siquiera la otra Nicole había hablado y eso ya me estaba preocupando. ¿Se había roto? Me reí en silencio tratando de provocarla; pero aun así no contesto.

Esto de la privacidad me estaba fastidiando.

«Podrías parar con esta mierda y hablarme.»

Otra vez nada. Alexander me miró cuando cerró la puerta y preguntó por lo que hacía. Me encogí de hombros y, como lo habíamos hecho por toda la mañana, contesté en monosílabas. Sí, estaba enojada todo el tiempo, pero debía, aunque no podía, parecer feliz y contenta.

Suspiré ciertamente cansada. Actuar algo que no sentía, mostrar mis dientes cuando no quería; era demasiado para mí. Tratar de ser una mujer a la que no le habían roto el estómago a mordidas, era difícil. Tan difícil como respirar. ¿Cómo engañar a la mente? ¿Cómo no desplomarme y llorar?

Me aplasté la cabeza con las manos y dejé que el tiempo corriera. Alexander me miró, de nuevo analizándome y, por consiguiente, suspiró también. Estaba segura que iba a empezar otra pelea cuando tocaron a la puerta de nuevo.

Los dos miramos el umbral, la puerta se abrió lentamente. Para nuestra sorpresa, la cabellera alargada de Clara se asomó por la abertura y sonrió de una manera incomoda.

—¿Clara? —Alexander habló por mí—. ¿Qué haces aquí? ¿Se te ofrece algo?

Abrió la puerta un poco más. Detrás de ella salieron Christina y Kelly, que sonrientes, me miraban.

—Hemos venido con un poco de té y pastelillos. —Brincó llena de emoción una Christie brillante y chillona—. Pensamos que un día de amigas podría...

—Adelante. —Alexander no aguantó lo agudo de su voz y se hizo a un lado.

Kelly y Clara la siguieron en silencio mientras se acercaban a la cama y me saludaban.

Kelly parecía más tímida de lo que recordaba. Tragaba saliva hecha un manojo de nervios y decía palabras tartamudas por doquier. Clara, por otro lado, me miraba de una manera casi aterrada. ¿Qué le pasaba? ¿Le daba miedo hablarme? Tenía la mandíbula bien cerrada y decía palabras solo cuando la brillante y molesta Christie le dirigía la palabra. Christina, la gemela llena de júbilo y alegría, era la que gobernaba la merienda. Hablaba cada que podía, lanzaba temas al aire y reía de una manera que me parecía hipócrita. Desde el ¿cómo amaneciste? Hasta, ¿te gusta el pastelillo? Le miraba con intenciones de matarla y aun así no se removía en la silla que había puesto para comer. ¿Qué mierda estaban tratando de hacer? Si de por sí ya era difícil sonreírle a Alexander, por qué creían que iba a hacerlo con ellas. Era imposible.

Colores clarosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora