No sabía qué hacía ahí, no sabía nada en realidad. Estaba sentado en el suelo, sobre la mesa de cristal frente suyo había hojas blancas y crayones de colores diversos. Su padre lo había llevado ahí en contra de su voluntad, sabía que el porqué; su padre iría a molestar a su madre y no lo quería en el medio. De haber sabido antes habría corrido a casa de su madre y habría esperado al pervertido de su padre para darle un escarmiento.
Infló las mejillas frustrado, había sido sacado de su hogar antes de poder saber que pasaba y arrojado a un lugar que no conocía. Levantó la mirada de su dibujo y observó al hombre que revisaba uno de los tantos papeles que estaban en el escritorio; hojas sueltas, carpetas, pilas y pilas de papeles. Nunca había visto tanto papeleo, ni en casa de su madre. El hombre que estaba ahí sentado, en esa que parecía una silla muy cómoda, no despegaba la mirada ni la pluma de su archivo actual.
Licorice no lo conocía, pero al parecer su padre sí. Tan pronto como llegaron a la oficina del extraño, su padre habló con una sonrisa en la cara y el otro sólo le miró en silencio. El sujeto terminó suspirando y su padre se largó, dejando a Licorice ahí. El extraño no le prestó mucha atención, solo mandó a un ángel a conseguir hojas blancas, crayones y un jugo de naranja. Licorice observó el vaso de cristal, con un sorbete de color azul, que estaba a menos de un cuarto.
Regresó su mirada al extraño y después a su dibujo, había muy poco que dibujar; era una habitación oscura, con libreros que acaparaban las paredes, en el centro una sala de cuero y una mesa de cristal, la alfombra gris era cómoda al menos. Soltó el crayón de color morado a un lado y levantó su dibujo, admirándolo momentáneamente. Se levantó y se acercó al enorme escritorio, se detuvo y observó al hombre.
Fueron unos minutos, unos largos minutos, en los que Licorice se mantuvo de pie en silencio observando al otro trabajar. Después de mucho tiempo el hombre pareció notarlo, se detuvo y le miró. Se retiró el cigarrillo casi terminado de la boca y exhaló el humo hacia el techo. El olor se intensificó, a Licorice no le causó escozor en los ojos; en casa de su madre las cenizas eran mucho peores que el humo de un cigarrillo.
—¿Qué te pasa?—. Preguntó el hombre.
Licorice se levantó en la punta de sus pies, intentando ser más alto, y arrastró su dibujo por la parte superior del escritorio, lo señaló con el dedo índice. El hombre se inclinó y observó lo que el niño señalaba, arqueó una ceja. Los brazos extendidos de manera horizontal, las piernas separadas, un ceño fruncido, un cigarrillo en la boca y en una mano una hoja de papel y en otra un bolígrafo, miró de nuevo al niño.
—¿Soy yo?—.
Licorice asintió y volvió a golpear el dibujo con su dedo. —Pero no tiene nombre, ¿tienes nombre?—.
—Tengo un nombre—.
—¿Cuál es?—.
—¿El inútil de tu padre no te dijo quién soy?—.
Licorice volvió a negar y el hombre arqueó las cejas. ¿Se suponía que debía saberlo? Su padre era bastante estúpido, pero Licorice recordaría si este le hubiera dicho el nombre del hombre que le cuidaba. El sujeto dio la última calada del cigarrillo, exhaló el humo y restregó la colilla en el cenicero que estaba a su lado derecho. Jaló el dibujo y escribió con el fino bolígrafo negro que había usado anteriormente para firmar los documentos. Licorice le observó en silencio, intentando ver que hacía el mayor, pero su altura le impedía ver correctamente.
El hombre lo volvió a recorrer hasta el niño, Licorice lo tomó y dejó de pararse de puntas. Escrito sobre el personaje, con una caligrafía tan pulcra que nunca creyó podía existir. Fumus, decía. El nombre no le sonaba de nada. Volvió a levantar la cara, ahora con curiosidad observó al hombre. El mayor descansó el rostro sobre su mano y observó con tranquilidad al menor.
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¿Quién eres?
Fiksi PenggemarLicorice fue abandonado en una oficina desconocida con una persona extraña y tiene mucha curiosidad sobre el sujeto que huele a tabaco.