1ra entrega

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La silueta del hombre se dibuja, por unos segundos, bajo el dintel de la gran puerta que separa la obscuridad total del exterior y la luz chirriante del gigantesco salón, al que se dispone a ingresar, portando una pistola en la mano derecha.

Tan sólo unos segundos. Tiempo que le toma conocer el lugar con una rápida mirada a los costados e, inmediatamente después, irrumpir en el ya apenas conocido ambiente para tratar de ganar, corriendo con actitud decidida, el espacio que separa la entrada y una gruesa columna. Un par de metros que se le hacen eternos, debido al cansancio y miedo que le sofocan el espíritu.

Su empresa tiene éxito y pronto se encuentra en el objetivo, tras el que se esconde, intentando que sus jadeos agitados apacigüen su volumen y se conviertan en una respiración, si no calmada, cuando menos, poco ruidosa.

Protegido por la columna, y hasta conforme por haber contenido el ritmo de sus exhalaciones, sostiene el arma a la altura de su mejilla. Cierra los ojos, cobrando valor para un nuevo reconocimiento y, sin más, saca la cabeza para abrirlos y ver, a sus espaldas, cuanto de salón le queda todavía por invadir.

La habitación es inmensa, más aún si se considera que no hay, en ella, amoblado de ningún tipo. Suelo con baldosas blancas y negras, a manera de tablero de ajedrez, paredes y pilares plomizos por la mugre. Un entorno vacío de ornamentos, bañado en polvo asentado por años y años de descuido.

El hombre no puede evitar pensar en el rastro dejado antes, en su carrera de la entrada al pilar. La gruesa manta de polvo tiene, con sus huellas, registrada su presencia, además, está el vaho decadente levantado por sus movimientos, instantes atrás. Pero esa constancia de su irrupción no importa, lo importante es que los otros pobladores del recinto no se percaten, no lo vean.

Los que no deben descubrir al intruso son cinco o seis uniformados que caminan de manera marcial, aunque con cierto desorden, ahí donde la habitación termina, a todavía varios metros de distancia. Su coreografía descoordinada da la impresión de que son soldados y protegen la pared del extremo opuesto a la entrada del recinto.

El hombre abre y cierra los ojos para acostumbrarlos a la luz muy viva del lugar, para habituarlos a ese brillo, aún más exasperante si se considera que, hace poco, era la noche de afuera lo único que veían.

Lo que ahora ven, ya sin encandilamiento alguno, es a cinco individuos de uniformes negros, tan polvorientos y sucios como la habitación, todos robustos y con distintas partes de su cuerpo reemplazadas por piezas de metal. Uno tiene media cara de color negro brilloso, otro, un ojo mecánico y una pierna que chirría con cada paso. En fin, cada uno de ellos es, en mayor o menor porcentaje de su cuerpo, un robot. Y todos aquellos seres llevan armas de grueso calibre, ya sea sujetas o como parte de sus extremidades, puesto que, algunos, las portan como uno o dos de sus brazos.

El hombre vuelve la cabeza a su escondite, respira profundamente, y se dispone a tratar de ganar otro pilar más próximo a la pared protegida por aquel extraño contingente. En el momento en que hace el ademán de salir de su refugio momentáneo, regresa de inmediato, pues uno de aquellos soldados, parte hombre, parte máquina, gira hacia él, a tiempo que detiene su caminata marcial.

El ser levanta el brazo que, en este caso, es un rifle, apuntando hacia el pilar donde se esconde el invasor. En su rostro, específicamente en el ojo izquierdo, que aparentaba ser humano y no mecánico, se eleva el globo ocular para dar paso a un pequeño telescopio que sale del interior de la cabeza, disparando una luz roja que recorre la columna y se pasea, luego, unos metros, para después apagarse. El pequeño telescopio se introduce de nuevo en la osamenta, dejando al ojo humano tomar su lugar, mientras, el soldado baja el brazo y reinicia su parsimoniosa marcha, seguro de que su reconocimiento resultó infructuoso, en lo que a intrusos se refiere.

Los que nunca existieron (The never beings)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora