Era un 20 de junio de 2020 cuando sucedió la tragedia en la orilla del Río Uruguay, en un pueblo de la ribera occidental. Hoy en día desde Jaiva se puede llegar en media hora en avión, pero en ese entonces necesitabase de cuatro horas en auto para recorrer la costa, atravesar el puente de Paysandú hasta la localidad de Colón y bajar hacia Concepción del Uruguay. No era un viaje tan largo pero sí agotador. Detestaba ir a aquel pueblo cada invierno para repetir siempre la mismas vacaciones. Era una porquería, en invierno las calles están desoladas, la temperatura era muy fría y la gente siempre te miraba como un extraño si no vestías adecuadamente. Al carajo ellos. Lo hacía por mis amigos, porque amaban el lugar y les era tremendamente difícil despegarse; ni aun tras haber vivido diez años en Jaiva. Siempre que podían viajaban. Esto era generalmente un fin de semana, y con la excusa de que yo los extrañaría (no querían dejarme sola como huérfana que soy) terminaban arrastrándome al pue... ciudad.
En realidad, admiraba su pasión; la pasión de las personas, el modo en que quieren algo y pelean por ello, se esfuerzan con dignidad y valentía por obtenerla, no desde el capricho y la envidia, sino desde el orgullo y el amor. Las pasiones son peligrosas me decían cuando lo refería. Yo sacudía la cabeza con rigor, respondiendo que lo sabía, porque creía entender con que trataba. Pero no en realidad. Porque hay cosas que no se necesitan entender para sentirlas. Hay de las que embriagan, de las que revuelven el alma y no se sabe, no se tiene idea de lo que sucede. Así era yo en la pasión: me hundía en su espesor, me cegaba hasta rozar el ligamento de la cordura, hasta rozarlo con delicadeza e indiferencia, y saboreaba los salados y dulces límites de la razón y la locura. A veces me pregunto si doce años era una edad muy corta para extremar estas vivencias o si era una edad ya muy longeva para aferrarme a las impresiones del deseo puro e infantil...
Esta historia, sin embargo, no se trata sobre mí y mis impulsos, sobre mis pasiones o la rebeldía de mi naciente adolescencia. Esta es la historia que les ocurrió a mis eternos amigos y a su ciudad tan querida, tan amada. Es lo que consideré por muchos años el ejemplo más claro de como todo amor se nos puede escapar. Todo puede morir, incluso lo que no respira, incluso lo que no vive.
Comenzó una noche en la cual me hospedaba en la humilde casa de los Ramírez. Mientras mis amigos salían a comprar la cena, yo cuidaba de la hermana pequeña de Ezequiel, quien tenía apenas siete años y no resultaba un barrio muy seguro como para dejarla sola y dormida. Con respecto al barrio, le llamaban cantera 25. Con mucha razón, dado que naturalmente lo era, pero sobre sí habíase edificado un barrio, y que por lo que a mí y a la historiografía respecta, no era de lo más lógico. Desde siempre el caudal del río Uruguay crecía en cierta época del año y en consecuencia muchas ciudades ribereñas sufrían inundaciones. Con el pasar del tiempo las ciudades fueron creciendo y la frecuencia de las inundaciones también. La cantera 25 (como allí la llamaban) era de los primeros sectores en anegarse. La casa de los Ramírez, a pesar de poseer una privilegiada altura en el suelo, era alcanzada por las crecientes poderosas, y en los últimos años resultaban cada vez más frecuentes. Recuerdo que Ezequiel me contó ese año, con tristeza, que se había resignado con el municipio y su familia. Con el primero porque hacía ya cinco años le habían prometido erigir una defensa contra el agua, y con la segunda porque hacía un siglo que su apellido vivía allí y su miseria siempre tenía que invertirse en reparar los daños, limpiar la basura y los deshechos que la pronosticada y preventiva Creciente dejaba. "¿Por qué no se mudan de una buena vez?" les expresaba Eze a sus padres, "yo puedo pagarles un departamento hasta que consigan otra casa, en otra zona más linda, menos peligrosa". En parte, él tenía razón: el barrio siempre era azotado por la voracidad del fenómeno natural pero también por otro fenómeno social; el de la negligencia, la pobreza, la delincuencia, el racismo. En la cantera 25 no vivían ricos, ni familias de clase media, no había nadie verdaderamente importante; los hogares, en el mejor de los casos, eran pequeñas casas de ladrillos pintadas prolijamente, con rejas de metal, baldosas limpias y camas cómodas; y ranchos de chapa y madera, con suelo de tierra o cemento informe, con un rejunte de cualquier cosa que pueda utilizarse como protección o utensilio, en el peor. En una política volcada al consumismo, en unos ideales presentados hacia la modernidad, la juventud, y en una estructura occidental como la nuestra, estos hogares conseguían fácilmente un televisor, un vehículo, un celular, pero jamás conseguirían igualdad de condiciones, porque "el mundo es así". Pero lo que Eze no entendía, porque aún era chico (unos 16 años), es que sin importar las condiciones naturales, sin importar la inseguridad, sin importar que les brinden otra casa, ellos no se mudarían jamás, porque allí nacieron, allí crecieron, ese es su hogar, su familia, su sangre, su nombre; el amor, Ezequiel, el amor es un aroma poderoso, que une, que ata, que refuerza el sentimiento al que está ligado. Allí ellos eran una familia, y tenían lo que necesitaban, todo lo que era importante para ellos: amor y trabajo. Imaginar el dolor que causa el hecho de que sea tu hogar el que se ahogue, el que burbujee auxilio cuando ninguna mano puede ayudarla, y nada más el tiempo devuelva la vida y el espacio, y verlo desde afuera..., y esperar. Nada más esperar.
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ALUVIÓN VERDE MUSGO
Misterio / SuspensoEn una fría noche de Concepción del Uruguay una jovencita hace su papel de niñera mientras espera el regreso de la familia. Pero con el paso de las horas y la ferocidad de la tormenta, Miranda hace un descubrimiento aterrador.