3. El mal ladron

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Se podrían contar cosas hermosas, delicadas y amables de mi infancia, de mi seguridad junto a los padres, del amor filial y de la vida apacible, caprichosa en aquel ambiente suave, cariñoso y diáfano.
Pero sólo me interesan los pasos que di en la vida para llegar a mí mismo.

Todos los bellos momentos de reposo, los islotes de felicidad y los paraísos cuyo encanto conocí quedan en la lejanía resplandeciente y no deseo volver a pisarlos. Por eso, al evocar mi juventud, hablaré sólo de lo nuevo que me salió al encuentro, impulsándome adelante y desarraigándome.
Las acometidas vinieron una y otra vez del «otro mundo», y siempre trajeron consigo miedo, violencia y remordimiento. Siempre fueron turbulentas y pusieron en peligro la paz en que yo hubiera querido vivir constantemente.
Vinieron los años en los que volví a descubrir que en mi interior latía un instinto que en el mundo permitido y diáfano había que disimular y ocultar. Como a todo ser humano, también a mí me asaltó el lento despertar del sentimiento del sexo, como un enemigo destructor, como la tentación, lo prohibido y el pecado.

Lo que mi curiosidad buscaba, lo que suscitaba sueños, placer y miedo

-el gran misterio de la pubertad-

no encajaba en absoluto dentro de la felicidad mimada de mi paz infantil. Yo hice como todos. Llevé la doble vida del niño que ya no es un niño.
Mi conciencia habitaba en el mundo familiar y permitido; mi conciencia negaba el nuevo mundo que surgía. Pero al margen de aquél, yo vivía en sueños, instintos y deseos subconscientes sobre los que construía puentes la conciencia, cada vez más atemorizada porque el mundo infantil se desmoronaba.
Como casi todos los padres, tampoco los míos colaboraron en el despertar de los instintos vitales, de los que nunca se hablaba. Sólo colaboraban con un cuidado infatigable en mis esfuerzos desesperados por negar la realidad y seguir viviendo en un mundo infantil, que cada día era más irreal y más falso. No sé si los padres pueden hacer mucho en estos casos, y no hago a los míos ningún reproche. Acabar con mi problema y encontrar mi camino era sólo cosa mía; y yo no actué bien, como la mayoría de los bien educados.

Todos los hombres pasan por estas dificultades. Para el hombre medio es éste el punto en que las exigencias de su propia vida entran en colisión dramática con las circunstancias, el punto en que tiene que luchar más duramente por alcanzar el camino que conduce hacia adelante.
Muchos viven tal morir y renacer, que es nuestro destino, sólo en ese momento de su vida en que el mundo infantil se resquebraja y se derrumba lentamente, cuando todo lo que amamos nos abandona y, de pronto, sentimos la soledad y la frialdad mortal del universo que nos rodea. Muchos se estrellan para siempre en este escollo y permanecen toda su vida apegados dolorosamente a un pasado irrecuperable, al sueño del paraíso perdido, que es el peor y más nefasto de todos los sueños. Volvamos a nuestra historia.

Las sensaciones y los sueños con que se me anunció el fin de mi infancia no son tan importantes como para relatarlos.

Lo importante fue el «mundo oscuro»; el «otro mundo» había vuelto a aparecer. Lo que un día significó Franz Kromer se hallaba ahora en mí mismo.
Y con esto, y también desde fuera, consiguió el «otro mundo» poder sobre mí. Habían pasado ya varios años desde la historia con Kromer. Aquella época dramática y culpable de mi vida parecía estar muy lejana y haberse disuelto en la nada como una corta pesadilla. Franz Kromer hacía mucho tiempo que había desaparecido de mi vida, y apenas si me fijaba en él cuando me lo encontraba alguna vez en la calle. Sin embargo, la otra figura importante de mi tragedia, Max Demian, no llegó a desaparecer ya nunca de mi horizonte. Durante mucho tiempo se mantuvo muy al margen, visible pero pasivo.
Lentamente fue acercándose, irradiando otra vez su fuerza y haciendo sentir su influjo. Intento recordar lo que sabía de Demian en aquel tiempo. Puede ser que no hablara con él ni una vez durante un año o más. Yo lo evitaba y él no me importunaba en absoluto. Quizá me saludaba cuando alguna vez nos encontrábamos. Me parecía entonces que en su amabilidad había un leve destello de sarcasmo o de irónico reproche; pero probablemente eran imaginaciones mías. La aventura que yo había vivido con él y el extraño ascendiente que había ejercido sobre mí parecían como olvidados, tanto por su parte como por la mía. Busco su imagen; y ahora que reflexiono sobre él recuerdo que permanecía siempre allí y que yo me daba cuenta de ello. Lo veo ir al colegio, solo o entre algunos alumnos mayores; y lo veo extraño, solitario y silencioso, caminando entre ellos como un astro, rodeado de su atmósfera propia, viviendo según sus propias leyes. Nadie le quería. Nadie tenía trato íntimo con él, excepto su madre; y tampoco ella parecía tratarle como a un niño sino como a un adulto.

Demian (Hermann Hesse)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora