9. El principio Del Fin

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Conseguí quedarme aún durante el verano en H. En vez de permanecer en la casa,
pasábamos el día en el jardín, junto al río. El japonés, que por cierto había perdido la pelea con Demian, se había marchado; también el discípulo de Tolstoi faltaba. Demian tenía ahora un caballo y salía a montar todos los días con asiduidad. Yo estaba a menudo con su madre, a solas. A veces me asombraba la paz de mi vida. Estaba tan acostumbrado a estar solo, a
renunciar, a debatirme trabajosamente con mis penas, que estos meses en H. me parecían una isla de ensueño en la que me estaba permitido vivir tranquilo y como hechizado entre cosas y sentimientos bellos y agradables. Sentía que aquello era el preludio de la nueva comunidad superior en que nosotros pensábamos. Pero poco a poco me fue invadiendo la tristeza ante tanta felicidad, pues comprendía que no podía ser duradera. No me estaba concedido vivir en la abundancia y el placer; mi destino, era la pena y la inquietud. Sabía que un día despertaría de aquellos hermosos sueños de amor y volvería a estar solo, completamente solo en el mundo frío de los demás, donde me esperaba la soledad y la lucha, y no la paz y la concordia. Entonces me acercaba con ternura redoblada a Frau Eva, dichoso de que mi destino
aún tuviera aquellos hermosos y serenos rasgos. Las semanas de verano pasaron rápida y ligeramente. El semestre se aproximaba a su fin. La despedida era inminente; no debía pensar en ella y tampoco lo hacía,
disfrutando, por el contrario, de los
maravillosos días como la mariposa de la flor. Aquello había sido mi época de felicidad, la primera realización plena de mi vida y mi acogida en aquella unión; ¿qué vendría después? Tendría que volver a luchar, a sufrir nostalgias, a estar solo. En uno de aquellos días sentí con tanta fuerza este presentimiento que mi amor a
Frau Eva ardió, de pronto, en llamas dolorosas. ¡ Dios mío, qué pronto dejaría de verla, de oír su paso firme y bueno por Ja casa, de encontrar sus flores sobre mi mesa! ¿Qué había conseguido? ¡Había soñado y me había mecido en aquel bienestar, en vez de luchar por ella y atraerla a mí para siempre! Todo lo que ella me había dicho hasta aquel momento sobre el verdadero amor me vino a la memoria: mil palabras sutiles levemente amonestadoras, mil llamadas veladas, quizá promesas. ¿Qué había hecho yo con ellas? ¡Nada! ¡Nada! Me planté en medio de mi habitación, concentré toda mi conciencia y pensé en Frau
Eva. Quería concentrar las fuerzas de mi alma para hacerle sentir mi amor, para atraerla hacia mí. Tenía que venir y desear mi abrazo; mi beso tenía que explorar insaciable sus labios maduros de amor. Permanecí en tensión hasta que empecé a quedarme frío desde las puntas de los dedos. Sentía que irradiaba fuerza. Por un momento
algo se contrajo fuerte e
intensamente en mi interior, algo claro y frío. Tuve por un momento la sensación de llevar un cristal en el corazón y supe que aquello era mi yo. El frío me inundó el pecho. Al despertar del tremendo esfuerzo, noté que algo se acercaba. Estaba muy fatigado,
pero dispuesto a ver entrar a Frau Eva en la habitación, ardiente y radiante. Se oyó el galope de un caballo a lo largo de la calle, sonó cercano y duro, cesó de
pronto. Me precipité a la ventana. Abajo Demian bajaba de su caballo. Bajé corriendo: -¿Qué sucede, Demian? ¿No le habrá pasado nada a tu madre? No escuchó mis palabras. Estaba muy pálido y el sudor le corría a ambos lados de la
frente, sobre las mejillas. Ató las riendas de su caballo sudoroso ala verja del jardín, me cogió del brazo y echó a andar conmigo calle abajo. -¿Sabes ya lo que ha pasado? Yo no sabía nada. Demian me apretó el brazo y volvió el rostro hacia mí con una extraña mirada, oscura
y compasiva. -Si, amigo, la cosa va a estallar. Ya sabes que hay graves tensiones con Rusia... -¡Qué! ¿Hay guerra? Nunca creí que fuera a ocurrir. Demian hablaba muy bajo, aunque no había nadie en los alrededores.
-Aún no se ha declarado. Pero hay guerra. Seguro. Desde aquel día no te he vuelto a
molestar con mis visiones, pero ya he tenido tres nuevos avisos. Así que no será el fin del mundo, ni un terremoto, ni una revolución. Será la guerra. ¡Ya verás qué impacto! La gente estará entusiasmada, todos están deseando empezar a matar. Tan insípida les resulta la vida. Pero verás, Sinclair, cómo esto es sólo el principio. Seguramente será una gran guerra, una guerra monstruosa. Pero también será sólo el principio. Lo nuevo empieza, y lo nuevo será terrible para los que están apegados a lo viejo. ¿Qué vas a hacer? Yo estaba consternado; todo aquello me sonaba extraño e inverosímil. -No sé. ¿Y tú? Se encogió de hombros. -En cuanto movilicen, me incorporaré. Soy oficial. -¿Tú? ¡No lo sabía! -Si. Fue una de mis adaptaciones. Ya sabes que nunca me gusto llamar la atención y
que siempre me he esforzado en ser correcto. Creo que dentro de ocho días estaré en el frente. -¡¡Dios mío!! -No tienes que tomarlo por la tremenda. En el fondo no me va a hacer ninguna gracia
ordenar que disparen sobre seres vivos, pero eso no tiene importancia. Ahora todos entraremos en la gran rueda. Tú también. Te llamarán a filas. -¿Y tu madre, Demian? Ahora volví a acordarme de lo que había pasado un cuarto de hora antes. ¡Cómo se
había transformado el mundo! Había concentrado todas mis fuerzas para conjurar la imagen más dulce; y ahora, de pronto, el destino me salía al encuentro tras una máscara amenazadora y terrible. -¿Mi madre? ¡Ah! Por ella no tenemos que preocuparnos. Está segura, más segura
que nadie en este momento sobre el planeta. ¿Tanto la quieres? -¿Lo sabias, Demian? Se rió alegre y abiertamente. -¡Eres un niño! Claro que lo sabía. Nadie ha llamado aún a mi madre Frau Eva sin
quererla. A todo esto, ¿qué ha sucedido? Nos has llamado a ella o a mí, ¿verdad? -Sí, he llamado... he llamado a Frau Eva. -Ella lo ha notado. De pronto me mandó marchar, me dijo que tenía que venir a
verte. Acababa de contarle las noticias de Rusia. Volvimos y ya no hablamos más. Demian soltó su caballo y monto. En mi cuarto me di cuenta de lo agotado que estaba por las noticias de Demian, pero aún más por el esfuerzo anterior; ¡Frau Eva me había oído! ¡La había alcanzado con mis pensamientos en medio del corazón! Hubiera venido ella misma... si no... ¡Qué extraño y qué hermoso era todo en el fondo! Y ahora vendría la guerra. Ahora sucedería lo que habíamos discutido tantas y tantas veces. Y Demian había intuido lo que estaba pasando. ¡Qué extraño! El raudal de la vida ya no pasaría delante de nosotros, sino por nuestros corazones. Aventuras y violencias nos llamarían; y ahora o muy pronto llegaría el momento en que el mundo que quería transformarse nos necesitaba. Demian tenía razón; no se podían tomar las cosas por la tremenda. Lo único que resultaba curioso era que yo iba a compartir con los demás un asunto tan individual como el destino. ¡Pero, adelante! Estaba preparado. Por la noche, al pasear por la ciudad, la excitación bullía por todos los rincones. Por todas partes una palabra: «¡Guerra!» Fui a casa de Frau Eva y cenamos en el jardín. Yo era el único invitado. Nadie habló ni una palabra sobre la guerra. Más tarde, antes de despedirme, Frau Eva me dijo: -Querido Sinclair, me ha llamado usted hoy. Ya sabe por qué no he acudido. Pero no
lo olvide; ahora conoce usted la llamada y siempre que necesite usted a alguien que lleve el estigma, llame usted. Se levantó y echó a andar delante de nosotros por la oscuridad del jardín. Alta y
majestuosa caminaba, enigmática, entre los árboles silenciosos, mientras brillaban sobre su cabeza, pequeñas y delicadas, millares de estrellas.
Llegó el final. Las cosas siguieron un curso rápido. Pronto estalló la guerra y Demian
partió hacia el frente, muy extraño con su uniforme y su capote gris. Yo acompañé a su madre a casa. Pronto me despedí también yo de ella. Me besó en los labios y me apretó un momento contra su pecho, mientras sus grandes ojos refulgían cercanos y firmes en los míos. Todos los hombres estaban hermanados. Hablaban de la patria y el honor; pero era el
destino al que por un instante todos miraban al rostro desnudo. Hombres jóvenes salían de los cuarteles y subían a los trenes; y en muchos rostros vi el estigma -no el nuestrouna señal hermosa y honorable que significaba amor y muerte. También a mí me abrazaron gentes a las que no había visto nunca; yo lo comprendía y les correspondía gustoso. Era una embriaguez la que les impulsaba, no una aceptación del destino; pero era una embriaguez sagrada y provenía de la breve y definitiva confrontación con el destino.
Era ya casi invierno cuando llegué al frente. Al principio, a pesar de la
impresión que me causaron los tiroteos, estaba
decepcionado. Siempre me había preguntado por qué tan pocos hombres vivían por un ideal. Ahora descubrí que muchos, casi todos los hombres, eran capaces de morir por un ideal; pero tenía que ser un ideal colectivo y transmitido, y no personal, y libremente elegido. Con el tiempo vi que había subestimado a los hombres. A pesar de que el servicio y el peligro compartido
les igualaba, vi a muchos, vivos y moribundos, acercarse
gallardamente al destino. Muchos tenían, no sólo durante el ataque sino siempre, esa mirada firme, lejana y un poco obsesionada que nada sabe de metas y que significa la entrega total a lo monstruoso. Creyeran u opinaran lo que fuera, estaban dispuestos, eran utilizables, de ellos se podría formar el futuro. No importaba que el mundo se obstinara rígidamente en los viejos ideales de la guerra, en el heroísmo y el honor, ni que las voces de aparente humanidad sonaran tan lejanas e inverosímiles: todo ello se quedaba en la superficie, al igual que la cuestión de los fines exteriores y políticos de la guerra. En el fondo había algo en gestación. Algo como una nueva humanidad. Porque había muchos -más de uno murió a mi lado- que habían comprendido que el odio, la ira, el matar y aniquilar no estaban unidos al objeto de la guerra. No, el objeto y los objetivos eran completamente casuales. Los sentimientos primitivos, hasta los más salvajes, no estaban dirigidos al enemigo; su acción sangrienta era sólo reflejo del interior, del alma dividida, que necesitaba desfogarse, matar, aniquilar y morir para poder nacer. Un pájaro gigantesco luchaba por salir del cascarón; el cascarón era el mundo y el mundo tenía que caer hecho pedazos. Una noche de primavera yo hacía guardia delante de una granja que habíamos
ocupado. Un viento flojo soplaba en ráfagas caprichosas; por el alto cielo de Flandes corrían ejércitos de nubes entre las que se asomaba la luna. Había estado muy inquieto todo el día por
algo que me preocupaba. Ahora, en mi puesto oscuro, pensaba
intensamente en las imágenes gigantescas y oscilantes, pensaba con fervor en las imágenes que constituían mi vida, en Frau Eva, en Demian. Apoyado contra un álamo contemplaba el cielo inquieto en el que las manchas claras, misteriosamente dinámicas, se transformaban en grandes y palpitantes secuencias de imágenes. Sentía, por
la
extraña intermitencia de mi pulso, por la insensibilidad de mi piel al viento y a la lluvia, por la luminosa claridad interior, que cerca de mí había un guía. En las nubes se veía una gran ciudad de la que salían millones de hombres que se
extendían en enjambres por el amplio paisaje. En medio de ellos apareció una poderosa figura divina, con estrellas luminosas en el pelo, alta como una montaña, con los rasgos de Frau Eva. En ella desaparecían las columnas de hombres como en una gigantesca caverna. La diosa se acurrucó en el suelo; el estigma relucía sobre su frente. Un sueño parecía ejercer poder sobre ella; cerró los ojos y su gran rostro se contrajo por el dolor. De pronto lanzó un grito agudo y de su frente saltaron estrellas, miles de estrellas relucientes que surcaron en fantásticos arcos y semicírculos el cielo negro. Una de las estrellas vino vibrante hacia mí; parecía buscarme. Explotó rugiendo en mil chispas, me levantó del suelo y volvió a estamparme contra él. El mundo se desmoronó con ruido atronador en torno mío. Me hallaron junto al álamo, cubierto de tierra y con muchas heridas. Estaba tendido en una cueva, mientras los cañones retumbaban sobre mí. Me
encontré luego en un carro, dando tumbos por campos desiertos. La mayor parte del tiempo dormía o estaba inconsciente. Pero mientras más profundamente dormía, más vivamente sentía que algo me atraía, que una fuerza me dominaba. Estaba tumbado en una cuadra sobre paja. Todo estaba a oscuras. Alguien me pisó la mano. Pero mi alma quería proseguir su camino, que la atraía con
fuerza cada vez mayor. Volví a encontrarme en un carro y más tarde sobre una camilla o una escalera, y cada vez me sentía más imperiosamente llamado; no sentía más que el ansia de llegar por fin. Llegué a mi destino. Era de noche, estaba completamente
consciente; unos
momentos antes había sentido poderosamente el deseo y la atracción. Ahora me encontraba en una sala tumbado en el suelo, y pensé que era allí de donde me habían llamado. Miré a mi alrededor; junto a mi colchoneta había otra y un hombre sobre ella. Se irguió un poco y me miró. Llevaba el estigma en la frente. Era Max Demian. No pude hablar; tampoco él pudo, o quizá no quiso. Sólo me miraba atentamente.
Sobre su rostro daba la luz de un farol que pendía en la pared sobre su cabeza. Me sonrío. Estuvo un largo rato mirándome con fijeza a los ojos. Lentamente acercó su rostro al
mío, hasta que casi nos tocamos. -¡Sinclair! -dijo con un hilo de voz. Le hice un gesto con los ojos, para darle a entender que le oía. Sonrió otra vez, casi con compasión. -¡Sinclair, pequeño! -dijo sonriendo. Su boca estaba ahora muy cerca de la mía. Continuó hablando muy bajo. -¿Te acuerdas todavía de Franz Kromer? -preguntó. Le hice una señal, sonriendo también. - ¡Pequeño Sinclair, escucha! Voy a tener que marcharme. Quizá vuelvas a
necesitarme un día, contra Kromer o contra otro. Si me llamas, ya no acudiré tan toscamente a caballo o en tren. Tendrás que escuchar en tu interior y notarás que estoy dentro de ti, ¿comprendes? ¡Otra cosa! Frau Eva me dijo que si alguna vez te iba mal, te diera el beso que ella me dio para ti... ¡Cierra los ojos, Sinclair! Cerré obediente los ojos y sentí un beso leve sobre mis labios, en los que seguía
teniendo un poco de sangre, que parecía no querer desaparecer nunca. Entonces me dormí. Por la mañana me despertaron para curarme. Cuando estuve despierto del todo, me
volví rápidamente hacia el colchón vecino. Sobre él yacía un hombre extraño al que nunca había visto. La cura fue muy dolorosa. Todo lo que me sucedió desde aquel día fue doloroso. Pero,
a veces, cuando encuentro la clave y desciendo a mi interior, donde descansan, en un oscuro espejo, las imágenes del destino, no tengo más que inclinarme sobre el negro espejo para ver mi propia imagen, que ahora se asemeja totalmente a él, mi amigo y guía.

Demian (Hermann Hesse)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora