¿Te acordás del Joaquín?

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- ¿Te acordás del Joaquín Fernández? - preguntó Enrique mientras removía las brasas cuidando de darle calor a toda la parrilla.

Apuré mi gancia de un solo sorbo mientras hacía memoria. Quedaban dos aceitunas en la tabla de la picada y me hice de una.

- ¿Y vos? - le preguntó, al ver que yo no le respondía, a Omar que llegaba con un vaso de fernet con coca en la mano.

- ¿Yo qué? - respondió el recién llegado al parrillero, al tiempo que pinchaba con un escarbadientes la última aceituna.

- Si te acordás del Joaquín Fernández - dijo Enrique, acomodando los chorizos para que no estuvieran tan encima de las achuras.

- ¿Joaquín Fernández? ¿Al qué le decían el Mono?

- No, ese era un tal Alcides algo, no recuerdo el apellido. Suelo verlo los sábados en la verdulería donde vamos con mi mujer - acoté - Está gordo, descuidado. Tiene varios pibes. Aunque lo saludo y nada más. Mucha afinidad no hubo nunca.

- Está casado con una mina que iba al otro curso – recordó Enrique - El Mono, digo. Esa que parecía chinita, de los ojos aplastados.

- ¡La Ayelen! - exclamó Omar.

- No, la Ayelen se mandó a mudar con el curita ese que habían traído a la parroquia, ¿no te acordás?

- Pará... ¿esa fue la Ayelen? Uy, siempre pensé que fue la colorada, la del curso superior. No te puedo creer, pero claro, ahora me cae la ficha, por eso cada vez que la cruzo a la hermana y le pregunto por los monaguillitos me mira como si fuera pelotudo – Omar lanzó una fuerte carcajada.

- Sos un bestia, y también pelotudo, como vas a preguntar tremenda barbaridad. Además... ¿sabías los quilombos que ha tenido esa mina? – dije, poniéndome serio.

- ¿La colorada?

- No, la hermana – expliqué - Se casó y a los dos días el marido se voló el marote de un tiro, en plena luna de miel.

- ¡Noooo, como nunca me enteré de eso! ¿Vos sabías algo, Quique?

Enrique, que estaba pinchando los chorizos para sacarle algo de grasa asintió con la cabeza.

- Fue para la época que anduviste por el sur, creí que sabías – explicó - Sucede que el tipo era un garca. Tenía otra familia no recuerdo dónde y la mina se enteró. Plena luna de miel, ve a la otra mujer fuera del hotel. Entró en pánico y se mató.

- Esperá... ¿el flaco este no era el que era visitador médico? Porque algo me dijeron que se había suicidado.

- Claro, ese mismo. Calculo que todos los visitadores médicos deben tener dos familias o hijos por todas partes. La mitad de la valijita esa que llevan debe estar llena de forros.

- El que está mal es el médico clínico este que tiene la esposa que es una muñeca – anuncié.

- ¿Craviotto? ¿Qué tiene?

- Parece que un tumor. Me lo dijo mi prima, la Nelda, que va dos veces por semana a limpiar los consultorios.

- ¿Y el bomboncito va a quedar solo?

- Omar, dejate de joder, cómo vas a pensar así.

- No seas hipócrita che, que seguro no te la comés con los ojos cuando la ves por la calle.

- Una cosa no quita la otra. Además todavía no enviudó. Y cuando eso pase, quedate tranquilo que a ninguno de nosotros le va a dar bola.

- Yo que ella, con la plata que heredo me mando a mudar. Como hizo la Carla.

- Pero la Carla no enviudó – exclamó sacudiendo el cuchillo Enrique - sacó premio en el Quini 6.

- Es lo mismo. Sola y con plata, te tomás el palo.

- Sola no estaba. Venía noviando con el Alfredo, el de la heladería, que tiene la cara llena de acné. Lo dejó plantado. El perejil para colmo había sacado un crédito hipotecario porque pensaban construir para después irse a vivir juntos.

- Por eso lo veo a toda hora atendiendo la heladería – mencioné, cayendo en la cuenta de la situación.

- Che, esto ya casi está. ¿Las mujeres ya tienen todo listo adentro?

- Ni idea, cuando entré hace un rato estaban hablando al pedo.

- Che y a todo esto ¿por qué preguntaste por ese flaco – me daba bronca que no nos diera el motivo.

- ¿Qué flaco? – Enrique apartaba las brasas, para no secar la carne.

- El Joaquín Fernández – le recordé.

Quique miró al cielo repleto de estrellas y le mostró la mejor sonrisa.

- Ah... es gracioso, porque hoy fui al velorio del yerno de la Betty, la dueña de la tienda, viste que estaba con cáncer y toda la bola esa, bueno, no va que entro a la casa velatoria, me meto en la sala que da a la calle y enfilo directo al cajón, levanto la mirada y me digo a mí mismo "este no es el yerno de la Betty" pero al mismo tiempo le veía cara conocida, de todas formas me hice la señal de la cruz y salí reculando despacito, tratando que nadie se me apiolara. Cuando salí miré el cartel de la entrada y decía Joaquín Fernández.

- ¿Y el yerno de la Betty? – preguntó Omar, asaltado por la curiosidad.

- En la sala de al lado. ¿Pero no se acuerdan del Joaquín?

- No, de dónde, danos una pista, algo – pedí.

- ¡No estaría preguntando si me acordara! – nos reveló finalmente, acercando una fuente de metal a la parrilla.

Con Omar cruzamos una mirada, solo una. Y nos resignamos.

- Y no, che. Ni la más punta idea.

- En fin está muerto – remató Omar, mirando el fondo vacío de su vaso - Muy lejos no se va a ir. Cuando alguno se acuerde vamos y le llevamos flores. Naturales, las de plástico te las roban.

- ¿Y si llevamos la carne?

- ¿A la tumba?

- A la mesa, pelotudo.

- Dale, pero antes fíjate si las mujeres ya terminaron de hablar al pedo.

El olvidado Buriel  y otros cuentosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora