El pasillo lúgubre se alargaba al infinito. A los lados, dos filas de jóvenes y puertas de aulas. Con el cuello rojo de los golpes, avancé hasta encontrar mi clase, matemáticas 1. En cuanto a las bofetadas, ya estaba acostumbrado. Claramente me molestaba mucho, pero nunca me gustó la violencia. Sabía que si me defendía de la misma manera iba a ser peor para mí, y tampoco me gustaba hacer daño a los demás aunque se lo merecieran.
"Otro año más..." pensé. Todos los chicos eran iguales. Todos con el mismo pelo, todos con la misma forma estúpida de vestir, con esos pantalones vaqueros más apropiados para una mujer, y esas sudaderas con fotografías de plantas de marihuana. No sé si se creen narcotraficantes, o si simplemente siguen la moda sin pensar en lo que parecen a los ojos de los demás. Supongo que el resto de gente no los ve como yo, y son ellos los normales, no yo. como siempre. En todos los tiempos y sociedades, lo normal es lo frecuente, y no lo correcto. Esto me da de qué pensar para los próximos años de esto llamado humanidad.
Las chicas también iban todas iguales. Con sus chaquetas, sus pantalones idénticos, y todas con el pelo bien planchado. Todas hembras de una especie sin diversidad. Hembras que se irán con sus dominantes, y no con quien es diferente. Se irán todas con los demás, y no conmigo. Como pasará por siempre.
Primera hora. Matemáticas.
Nos tocó con el mismo profesor que el año pasado. Para variar. Un hombre serio, calvo, de unos 50 años, que no solía hacer otra cosa más que la que le obligaban a hacer. Explicaba más o menos el tema, y muy por encima, y pasaba el resto de la hora de brazos cruzados viendo cómo la clase no daba palo al agua, mientras unos pocos hacían las tareas. No se molestaba nunca en aprenderse los nombres de sus alumnos, pero nos obligaba a nosotros a llamarle por su nombre. Yo nunca le hablaba. Creo que era Pablo, o Pedro, o algo así. Tampoco escucho a los de mi clase cuando hablan. De hecho, creo que nadie hace preguntas. Sólo permanecen callados mirando al techo, como si buscaran inspiración, mientras el profesor da una inútil explicación, no porque nadie le escuche sino porque no sabe explicar.
Hoy también fue así. Aunque por lo menos, como era el primer día, no molestó mucho con sus gritos.
Segunda hora. Lengua.
Nunca vi una asignatura más inútil. Y cómo no, la profesora no vino. Esto es lo malo de un instituto público. La cantidad de ineptos que hay, tanto en el alumnado como en la mayoría del profesorado. En fin, me senté al final del aula donde pasaría desapercibido de los insultos de los demás y me dispuse a leer, a pesar del sueño que yo tenía.
Tercera hora. Inglés.
Esto ya estaba mejor. Me gustaba más o menos la asignatura, y se me daba tan bien como las demás. Me senté en mi esquinita, como era habitual en una persona que no tiene ni quiere tener relación con nadie, y pasé el rato copiando lo que decía la profesora.
Menos mal que ya llegó el recreo. Menos mal.
Como siempre, salí con mi cara larga de clase con la mochila a medio poner sobre mi espalda por las prisas. No entendía por qué tenía tantas ganas de salir de ahí. Sería por las ganas de descansar, o por no querer estar más tiempo cerca de la gente.
Me metí en la biblioteca. Naturalmente, en este pueblo de ignorantes, no era extraño que estuviese vacía. Es más, ni siquiera había un profesor. Entré como si fuese mi casa, pues si el hogar se midiera por el tiempo que se está en un sitio, prácticamente viviría en bibliotecas. Cogí un libro y me puse a pasar las hojas, y a cada página que avanzaba, perdía un segundo de mi triste vida al mismo ritmo.
"¿Por qué eres así?" me pregunté. "¿No se suponía que eras superior? Menudo imbécil estás hecho. Si nadie se acuerda de ti, nadie te valora. No puede ser que tanta gente se equivoque, será que no vales nada." Esa voz repugnante salía de mi corazón. Supongo que tenía razón. No valía para nada. Por lo menos no para nada que los demás necesitasen. Por eso estaba aquí, sólo, hablando conmigo mismo, con alguien más que me odia, con mi alma.
Las tres horas siguientes no son dignas de mención pues eran iguales, una estúpida presentación con los criterios de evaluación. Lo mismo que siempre.
A quinta hora sí que tuve un pensamiento diferente al de asco por los demás y por mí, y fue una pequeña cólera hacia un inocente.
Tenía que escribir los criterios de evaluación de francés, y la maestra nos obligaba a escribir en color azul. Y no aceptaba otro color. Siempre se ha comentado entre el alumnado que padecía problemas mentales. Busqué y busqué, y no encontraba mi bolígrafo azul. "Mierda." Exclamé en mi interior. "Se lo dí al borracho aquel." En esto, la profesora pasó, y al ver que no tenía el material requerido, me preguntó que si no tenía bolígrafo azul, cosa que era obvio. Ella chilló:
-¿Alguien tiene un boli azul para prestarle al compañero?
Nadie contestó, evidentemente. Nadie le iba a dejar un bolígrafo al bicho de Néstor. Encima de que no pude hacer las actividades, mi presencia se notó más. Y pasé el resto del horario escolar maldiciendo al vagabundo en mi cabeza.
Todavía me pregunto qué me condujo a contestarle aquel día. ¿Bondad? ¿Quitarme de encima el remordimiento de ignorarle? Imposible. Yo ignoraba a todos, hasta a mi madre, que me ignoraba a mí. Además, todo lo que yo hiciese me parecía correcto. Por algo era yo. Pero ese día algo en mí se comportó raro. Bueno, raro si consideramos el significado de la palabra como fuera de lo frecuente. Porque según el resto, mi comportamiento de siempre no era normal. Bueno, eso da igual, ha quedado suficientemente claro.
A la salida, cuando iba a salir por la puerta, unos de un curso menos me empujaron y salieron ellos. Ay, Néstor, Néstor, ¿cómo puedes permitir que te avasalle alguien menor que tú? Nunca lo sabré. ¿Cobardía? ¿Debilidad? ¿Paz? ¿Ignorancia? ¿O simplemente no valía la pena ya luchar por uno mismo?
El corto camino a casa habría sido más tranquilo, si no me hubiese cruzado otra vez con aquel desdichado del Este. Otra vez, con la cabeza entre las rodillas, bajo la oscuridad de la sombra del árbol que tenía encima, o de la propia figura llena de miseria. En cuanto pasé al lado, levantó el rostro bruscamente. Sus ojos ausentes, hundidos en el hambre y el cansancio, me miraban como mira un pordiosero a alguien antes de que le vaya a dar limosna. Con una mano demasiado suave para alguien de su condición, me paró casi sin tocarme, y con una voz ronca, como si los años la hubieran desgastado, pero aún así, demasiado alegre, me pidió humildemente:
-Siéntate. Voy a contarte mi historia.
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Recuerdos descalzos
SpiritualCada día, como todos, Néstor vuelve cansado de su rutina. Madrugar, pasar un mal rato en el instituto, y volver a su casa. Y por el camino de ida y de vuelta, siempre se cruza con el mismo vagabundo. Siempre le hace alguna pregunta muy curiosa, pero...