Dos

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Siempre he pensado que Fumus es más amante de la plata que del oro. 

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—Mi señor—. La voz de Rieta volvió a traerlo a la realidad.

Giró a ver sobre su hombro, observando a la demonio que estaba parada frente a la puerta, observándolo. —Cuando dije que quería a todos fuera, eso te incluía, Rieta—.

La mencionada realizó una reverencia. —Mis más sinceras disculpas, mi señor, pero tengo unas cosas que me gustaría comentarle—.

Ivlis estrechó los ojos, estaba exhausto, lo único que deseaba en esos momentos era recostarse junto a Fumus y su hijo, disfrutando de la paz y alegría del acontecimiento. Rieta le miraba con cejas fruncidas, Ivlis sabía a que se debía todo y se imaginaba el asunto de las preguntas. La cosa era, que a Rieta nunca le agradó Fumus, y seguía sin agradarle. Durante la invasión a Pitch Black, Fumus estuvo a nada de matarla. Era comprensible el odio que la demonio le profesaba al Dios, pero ella también debía entender que Fumus ahora era propiedad de Ivlis, que estaba fuera de su alcance y que por mucho que lo odiará, no podía tocarlo.

—Después te responderé—. Contestó el Diablo, girándose de nuevo y acariciando el cabello del menor. —Retírate—.

No tendía a dar ordenes tan directas, pero Rieta lo había obligado. La habitación permaneció en silencio unos minutos más, hasta que pasos fuertes se escucharon, la puerta se abrió y fue cerrada lentamente, un ligero click demostró que ahora en la habitación sólo habían tres personas. Ivlis miró momentáneamente sobre su hombro, era un asunto importante que debía tratar, más ahora ante la llegada de su hijo se ocuparía después.

Regresó la mirada a los otros dos, a tiempo para ver como Fumus abría lentamente los ojos. Sus grisaseos iris aparecieron e Ivlis volvió a sonreír, la mayoría de las veces le era imposible verlo despertar debido a tantas cosas. Fumus le miró en silencio, ambas miradas conectadas mientras que el bebé estaba en el centro de ellos dos. Ivlis no cabía en su alegría y gozo.

—Ahora además de ser tu puta personal, soy una incubadora también—. Comentó el Dios, levantándose.

Su cabello era un desastre, mostrando más fácilmente sus mechas rojas que escondía. Sus ojos se veían cansados. Salió de la cama y fue directo a una mesa que estaba cerca de la gran ventana; a través de los cristales se veía el desértico páramo del infierno de flamas, montañas arenosas, un casi permanente crepúsculo, cielo carmesí. Comparado con las nubes esponjosas, el cielo azul y los arcoíris del cielo de Pitch Black dejaba mucho que desear. Ivlis realizó una nota mental; cuando tuviera suficiente poder, le crearía una replica exacta al Dios.

Fumus tomó el paquete de cigarrillos que estaba en la mesa, cerca del cenicero a reventar de colillas, con el encendedor que estaba ahí mismo encendió el cigarrillo. Dio una larga calada, antes de soltar el humo al techo de la habitación. La espesa nube salió de sus labios y el sabor del tabaco era familiar en su paladar. Jaló la única silla que estaba ahí y se dejó caer en ella, mirando por la ventana y como si no hubiese visto la misma imagen por siglos.

Ivlis le observó desde la cama, había esperado que Fumus se quedase con ellos más tiempo, pero era demasiado pedir. Se sentó en la cama y tomó al infante en brazos, era curioso como sus manos temblaban por el temor a tirarlo, pero su pulso nunca fallaba a la hora de sostener su tridente y acabar con la vida de miles. Lo meció lentamente, tarareandole una nana que se inventó en el momento, tenía toda la atención del menor. En la habitación sólo se escuchaba la suave voz de Ivlis al tararear y el episodico exhalar de Fumus.

—¿Cómo deberíamos llamarlo?—.

—Adefesio, abominación, error de la naturaleza que jamás debió haber nacido—. Exhaló. —No me importa como llames a esa cosa—.

Jaula doradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora