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Al mediodía halló la mesa servida, y mientras comía escuchó un exquisito concierto, aunque no vio a persona alguna. Esa tarde, cuando iba a sentarse a la mesa, oyó el estruendo que hacía la Bestia al acercarse, y no pudo evitar un estremecimiento.

—Bello —le dijo La Bestia—, ¿permitirías que te mirase mientras comes?

—Tú eres el dueño de esta casa — respondió Bello, temblando.

—No —dijo la Bestia—, no hay aquí otro dueño que tú. Si te molestara no tendrías más que pedirme que me fuese, y me marcharía enseguida. Pero dime: ¿no es cierto que me encuentras muy fea?

—Así es —dijo Bello—, pues no sé mentir; pero en cambio creo que eres muy buena.

—Tienes razón —dijo La Bestia —, aun cuando yo no pueda juzgar mi fealdad, pues no soy más que una bestia.

—No se es una bestia —respondió Bello— cuando uno admite que es incapaz de juzgar sobre algo. Los necios no lo admitirían.

—Come, pues —le dijo La Bestia —, y trata de pasarlo bien en tu casa, que todo cuanto hay aquí te pertenece, y me apenaría mucho que no estuvieses contento.

—Eres muy bondadosa—respondió Bello—. Te aseguro que tu buen corazón me hace feliz. Cuando pienso en ello no me pareces tan fea.

—¡Oh, señor —dijo la Bestia—,tengo un buen corazón, pero no soy más que una bestia!

—Hay muchas mujeres más bestiales que tú —dijo Bello—, y mejor te quiero con tu figura, que a otras que tienen figura de mujer y un corazón corrupto, ingrato, burlón y falso.

Bello,  que ya apenas le tenía miedo, comió con buen apetito; pero creyó morirse de pavor cuando el monstruo le dijo:

—Bello, ¿querrías ser mi esposo?

Largo rato permaneció el muchacho sin responderle, ya que temía despertar su cólera si rehusaba, y por último le dijo, estremeciéndose:

—No, Bestia.

Quiso suspirar al oírlo la pobre bestia, pero de su pecho no salió más que un silbido tan espantoso, que hizo retemblar el palacio entero; sin embargo, Bello se tranquilizó enseguida, pues la Bestia le dijo tristemente:

—Adiós, entonces, Bello —y salió de la sala volviéndose varias veces a mirarlo por última vez.

Al quedarse solo, Bello sintió una gran compasión por esta pobre Bestia.

«¡Ah, qué pena», se dijo, «que siendo tan buena, sea tan fea!».

El palacio estaba lleno de galerías, salas y habitaciones conteniendo las más bellas obras de arte. En una habitación había una jaula con pájaros exóticos y no lejos de el, Bello encontró una tropa de monos de todos los tamaños que avanzaban hacia el haciéndole grandes reverencias. A Bello le gustaron tanto que pidió quedarse con unos cuantos para hacerle compañía. Instantáneamente, dos monitos jóvenes y altos vestidos con trajes elegantes de la corte, avanzaron y se colocaron, con gran ceremonia, junto a el.  Desde ese momento, los monos siempre lo esperaban y atendían con el esmero que los oficiales reales dan a los reyes. .

Tres apacibles meses pasó Bello en el castillo. Se sentía como un rey, pero estaba solo todo el día. Todas las tardes la Bestia lo visitaba, y lo entretenía y observaba mientras comía, con su conversación llena de buen sentido, pero jamás de aquello que en el mundo llaman ingenio. Cada día Bello encontraba en el monstruo nuevas bondades, y la costumbre de verla lo había habituado tanto a su fealdad, que lejos de temer el momento de su visita, miraba con frecuencia el reloj para ver si eran las nueve, ya que la Bestia jamás dejaba de presentarse a esa hora, Sólo había una cosa que lo apenaba, y era que la Bestia, cotidianamente antes de retirarse, le preguntaba cada noche si quería ser su esposo, y cuando el se rehusaba parecía traspasada de dolor.

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⏰ Última actualización: Mar 30, 2017 ⏰

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El bello y La bestia. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora