A Peter Brook
Pensándolo después –en la calle, en un tren, cruzando campos– todo eso hubiera parecidoabsurdo, pero un teatro no es más que un pacto con el absurdo, su ejercicio eficaz y lujoso. ARice, que se aburría en un Londres otoñal de fin de semana y que había entrado al Aldwychsin mirar demasiado el programa, el primer acto de la pieza le pareció sobre todo mediocre;el absurdo empezó en el intervalo cuando el hombre de gris se acercó a su butaca y lo invitócortésmente, con una voz casi inaudible, a que lo acompañara entre bastidores. Sindemasiada sorpresa pensó que la dirección del teatro debía estar haciendo una encuesta,alguna vaga investigación con fines publicitarios. "Si se trata de una opinión", dijo Rice, "elprimer acto me parece flojo, y la iluminación, por ejemplo...". El hombre de gris asintióamablemente pero su mano seguía indicando una salida lateral, y Rice entendió que debíalevantarse y acompañarlo sin hacerse rogar. "Hubiera preferido una taza de té", pensómientras bajaba unos peldaños que daban a un pasillo lateral y se dejaba conducir entredistraído y molesto. Casi de golpe se encontró frente a un bastidor que representaba unabiblioteca burguesa; dos hombres que parecían aburrirse lo saludaron como si su visitahubiera estado prevista e incluso descontada. "Desde luego usted se presta admirablemente",dijo el más alto de los dos. El otro hombre inclinó la cabeza, con un aire de mudo. "Notenemos mucho tiempo", dijo el hombre alto, "pero trataré de explicarle su papel en dospalabras". Hablaba mecánicamente, casi como si prescindiera de la presencia real de Rice yse limitara a cumplir una monótona consigna. "No entiendo", dijo Rice dando un paso atrás."Casi es mejor", dijo el hombre alto. "En estos casos el análisis es más bien una desventaja;verá que apenas se acostumbre a los reflectores empezará a divertirse. Usted ya conoce elprimer acto; ya sé, no le gustó. A nadie le gusta. Es a partir de ahora que la pieza puedeponerse mejor. Depende, claro." "Ojalá mejore", dijo Rice que creía haber entendido mal,"pero en todo caso ya es tiempo de que me vuelva a la sala". Como había dado otro pasoatrás no lo sorprendió demasiado la blanda resistencia del hombre de gris, que murmurabauna excusa sin apartarse. "Parecería que no nos entendemos", dijo el hombre alto, "y es unalástima porque faltan apenas cuatro minutos para el segundo acto. Le ruego que me escucheatentamente. Usted es Howell, el marido de Eva. Ya ha visto que Eva engaña a Howell conMichael, y que probablemente Howell se ha dado cuenta aunque prefiere callar por razonesque no están todavía claras. No se mueva por favor, es simplemente una peluca". Pero laadmonición parecía casi inútil porque el hombre de gris y el hombre mudo lo habían tomadode los brazos, y una muchacha alta y flaca que había aparecido bruscamente le estabacalzando algo tibio en la cabeza. "Ustedes no querrán que yo me ponga a gritar y arme unescándalo en el teatro", dijo Rice tratando de dominar el temblor de su voz. El hombre altose encogió de hombros. "Usted no haría eso", dijo cansadamente. "Sería tan poco elegante...56No, estoy seguro de que no haría eso. Además la peluca le queda perfectamente, usted tienetipo de pelirrojo." Sabiendo que no debía decir eso, Rice dijo: "Pero yo no soy un actor".Todos, hasta la muchacha, sonrieron alentándolo. "Precisamente", dijo el hombre alto."Usted se da muy bien cuenta de la diferencia. Usted no es un actor, usted es Howell.Cuando salga a escena, Eva estará en el salón escribiendo una carta a Michael. Usted fingiráno darse cuenta de que ella esconde el papel y disimula su turbación. A partir de esemomento haga lo que quiera. Los anteojos, Ruth." "¿Lo que quiera?", dijo Rice, tratandosordamente de liberar sus brazos, mientras Ruth le ajustaba unos anteojos con montura decarey. "Sí, de eso se trata", dijo desganadamente el hombre alto, y Rice tuvo como unasospecha de que estaba harto de repetir las mismas cosas cada noche. Se oía la campanillallamando al público, y Rice alcanzó a distinguir los movimientos de los tramoyistas en elescenario, unos cambios de luces; Ruth había desaparecido de golpe. Lo invadió unaindignación más amarga que violenta, que de alguna manera parecía fuera de lugar. "Esto esuna farsa estúpida", dijo tratando de zafarse, "y les prevengo que...". "Lo lamento",murmuró el hombre alto. "Francamente hubiera pensado otra cosa de usted. Pero ya que lotoma así..." No era exactamente una amenaza, aunque los tres hombres lo rodeaban de unamanera que exigía la obediencia o la lucha abierta: a Rice le pareció que una cosa hubierasido tan absurda o quizá tan falsa como la otra. "Howell entra ahora", dijo el hombre alto,mostrando el estrecho pasaje entre los bastidores. "Una vez allí haga lo que quiera, peronosotros lamentaríamos que..." Lo decía amablemente, sin turbar el repentino silencio de lasala; el telón se alzó con un frotar de terciopelo, y los envolvió una ráfaga de aire tibio. "Yoque usted lo pensaría, sin embargo", agregó cansadamente el hombre alto. "Vaya, ahora."Empujándole sin empujarlo, los tres lo acompañaron hasta la mitad de los bastidores. Unaluz violeta encegueció a Rice; delante había una extensión que le pareció infinita, y a laizquierda adivinó la gran caverna, algo como una gigantesca respiración contenida, eso quedespués de todo era el verdadero mundo donde poco a poco empezaban a recortarse pecherasblancas y quizá sombreros o altos peinados. Dio un paso o dos, sintiendo que las piernas nole respondían y estaba a punto de volverse y retroceder a la carrera cuando Eva,levantándose precipitadamente, se adelantó y le tendió una mano que parecía flotar en la luzvioleta al término de un brazo muy blanco y largo. La mano estaba helada, y Rice tuvo laimpresión de que se crispaba un poco en la suya. Dejándose llevar hasta el centro de laescena, escuchó confusamente las explicaciones de Eva sobre su dolor de cabeza, lapreferencia por la penumbra y la tranquilidad de la biblioteca, esperando que callara paraadelantarse al proscenio y decir, en dos palabras, que los estaban estafando. Pero Eva parecíaesperar que él se sentara en el sofá de gusto tan dudoso como el argumento de la pieza y losdecorados, y Rice comprendió que era imposible, casi grotesco, seguir de pie mientras ella,tendiéndole otra vez la mano, reiteraba la invitación con sonrisa cansada. Desde el sofádistinguió mejor las primeras filas de platea, apenas separadas de la escena por la luz quehabía ido virando del violeta a un naranja amarillento, pero curiosamente a Rice le fue másfácil volverse hacia Eva y sostener su mirada que de alguna manera lo ligaba todavía a esainsensatez, aplazando un instante más la única decisión posible a menos de acatar la locura yentregarse al simulacro. "Las tardes de este otoño son interminables", había dicho Evabuscando una caja de metal blanco perdida entre los libros y los papeles de la mesita baja, y57ofreciéndole un cigarrillo. Mecánicamente Rice sacó su encendedor, sintiéndose cada vezmás ridículo con la peluca y los anteojos; pero el menudo ritual de encender los cigarrillos yaspirar las primeras bocanadas era como una tregua, le permitía sentarse más cómodamente,aflojando la insoportable tensión del cuerpo que se sabía mirado por frías constelacionesinvisibles. Oía sus respuestas a las frases de Eva, las palabras parecían suscitarse unas a otrascon un mínimo esfuerzo, sin que se estuviera hablando de nada en concreto; un diálogo decastillo de naipes en el que Eva iba poniendo los muros del frágil edificio, y Rice sinesfuerzo intercalaba sus propias cartas y el castillo se alzaba bajo la luz anaranjada hasta queal terminar una prolija explicación que incluía el nombre de Michael ("Ya ha visto que Evaengaña a Howell con Michael") y otros nombres y otros lugares, un té al que había asistidola madre de Michael (¿o era la madre de Eva?) y una justificación ansiosa y casi al borde delas lágrimas, con un movimiento de ansiosa esperanza Eva se inclinó hacia Rice como siquisiera abrazarlo o esperar a que él la tomase en los bozos, y exactamente después de laúltima palabra dicha con una voz clarísima, junto a la oreja de Rice murmuró: "No dejes queme maten", y sin transición volvió a su voz profesional para quejarse de la soledad y delabandono. Golpeaban en la puerta del fondo y Eva se mordió los labios como si hubieraquerido agregar algo más (pero eso se le ocurrió a Rice, demasiado confundido parareaccionar a tiempo), y se puso de pie para dar la bienvenida a Michael que llegaba con lafatua sonrisa que ya había enarbolado insoportablemente en el primer acto. Una damavestida de rojo, un anciano; de pronto la escena se poblaba de gente que cambiaba saludos,flores y noticias. Rice estrechó las manos que le tendían y volvió a sentarse lo antes posibleen el sofá, escudándose tras de otro cigarrillo; ahora la acción parecía prescindir de él y elpúblico recibía con murmullos satisfechos una serie de brillantes juegos de palabras deMichael y de los actores de carácter, mientras Eva se ocupaba del té y daba instrucciones alcriado. Quizá fuera el momento de acercarse a la boca del escenario, dejar caer el cigarrillo yaplastarlo con el pie, a tiempo para anunciar: "Respetable público...". Pero acaso fuera máselegante (No dejes que me maten) esperar la caída del telón y entonces, adelantándoserápidamente, revelar la superchería. En todo eso había como un lado ceremonial que no erapenoso acatar; a la espera de su hora, Rice entró en el diálogo que le proponía el ancianocaballero, aceptó la taza de té que Eva le ofrecía sin mirarlo de frente, como si se supieseobservada por Michael y la dama de rojo. Todo estaba en resistir, en hacer frente a untiempo interminablemente tenso, ser más fuerte que la torpe coalición que pretendíaconvertirlo en un pelele. Ya le resultaba fácil advertir cómo las frases que le dirigían (aveces Michael, a veces la dama de rojo, casi nunca Eva, ahora) llevaban implícita larespuesta; que el pelele contestara lo previsible, la pieza podía continuar. Rice pensó que dehaber tenido un poco más de tiempo para dominar la situación, hubiera sido divertidocontestar a contrapelo y poner en dificultades a los actores; pero no se lo consentirían, sufalsa libertad de acción no permitía más que la rebelión desaforada, el escándalo. No dejesque me maten, había dicho Eva; de alguna manera, tan absurda como todo el resto, Riceseguía sintiendo que era mejor esperar. El telón cayó sobre una réplica sentenciosa y amargade la dama de rojo, y los actores le parecieron a Rice como figuras que súbitamente bajaranun peldaño invisible: disminuidos, indiferentes (Michael se encogía de hombros, dando laespalda y yéndose por el foro), abandonaban la escena sin mirarse entre ellos, pero Rice notó58que Eva giraba la cabeza hacia él mientras la dama de rojo y el anciano se la llevabanamablemente del brazo hacia los bastidores de la derecha. Pensó en seguirla, tuvo una vagaesperanza de camarín y conversación privada. "Magnífico", dijo el hombre alto,palmeándole el hombro. "Muy bien, realmente lo ha hecho usted muy bien." Señalaba haciael telón que dejaba pasar los últimos aplausos. "Les ha gustado de veras. Vamos a tomar untrago." Los otros dos hombres estaban algo más lejos, sonriendo amablemente, y Ricedesistió de seguir a Eva. El hombre alto abrió una puerta al final del primer pasillo yentraron en una sala pequeña donde había sillones desvencijados, un armario, una botella dewhisky ya empezada y hermosísimos vasos de cristal tallado. "Lo ha hecho usted muy bien",insistió el hombre alto mientras se sentaban en torno a Rice. "Con un poco de hielo,¿verdad? Desde luego, cualquiera tendría la garganta seca." El hombre de gris se adelantó ala negativa de Rice y le alcanzó un vaso casi lleno. "El tercer acto es más difícil pero a la vezmás entretenido para Howell", dijo el hombre alto. "Ya ha visto cómo se van descubriendolos juegos." Empezó a explicar la trama, ágilmente y sin vacilar. "En cierto modo usted hacomplicado las cosas", dijo. "Nunca me imaginé que procedería tan pasivamente con sumujer; yo hubiera reaccionado de otra manera." "¿Cómo?", preguntó secamente Rice. "Ah,querido amigo, no es justo preguntar eso. Mi opinión podría alterar sus propias decisiones,puesto que usted ha de tener ya un plan preconcebido. ¿o no?" Como Rice callaba, agregó:"Si le digo eso es precisamente porque no se trata de tener planes preconcebidos. Estamostodos demasiado satisfechos para arriesgarnos a malograr el resto". Rice bebió un largotrago de whisky. "Sin embargo, en el segundo acto usted me dijo que podía hacer lo quequisiera", observó. El hombre de gris se echó a reír, pero el hombre alto lo miró y el otrohizo un rápido gesto de excusa. "Hay un margen para la aventura o el azar, como ustedquiera", dijo el hombre alto. "A partir de ahora le ruego que se atenga a lo que voy aindicarle, se entiende que dentro de la máxima libertad en los detalles." Abriendo la manoderecha con la palma hacia arriba, la miró fijamente mientras el índice de la otra mano iba aapoyarse en ella una y otra vez. Entre dos tragos (le habían llenado otra vez el vaso) Riceescuchó las instrucciones para John Howell. Sostenido por el alcohol y por algo que eracomo un lento volver hacia sí mismo que lo iba llenando de una fría cólera, descubrió sinesfuerzo el sentido de las instrucciones, la preparación de la trama que debía hacer crisis enel último acto. "Espero que esté claro", dijo el hombre alto, con un movimiento circular deldedo en la palma de la mano. "Está muy claro", dijo Rice levantándose, "pero además megustaría saber si en el cuarto acto...". "Evitemos las confusiones, querido amigo", dijo elhombre alto. "En el próximo intervalo volveremos sobre el tema, pero ahora le sugiero quese concentre exclusivamente en el tercer acto. Ah, el traje de calle, por favor." Rice sintióque el hombre mudo le desabotonaba la chaqueta; el hombre de gris había sacado delarmario un traje de tweed y unos guantes; mecánicamente Rice se cambió de ropa bajo lasmiradas aprobadoras de los tres. El hombre alto había abierto la puerta y esperaba; a lo lejosse oía la campanilla. "Esta maldita peluca me da calor", pensó Rice acabando el whisky deun solo trago. Casi en seguida se encontró entre nuevos bastidores, sin oponerse a la amablepresión de una mano en el codo. "Todavía no", dijo el hombre alto, más atrás. "Recuerdeque hace fresco en el parque. Quizá, si se subiera el cuello de la chaqueta... Vamos, es suentrada." Desde un banco al borde del sendero Michael se adelantó hacia él, saludándolo con59una broma. Le tocaba responder pasivamente y discutir los méritos del otoño en Regent'sPark, hasta la llegada de Eva y la dama de rojo que estarían dando de comer a los cisnes. Porprimera vez –y a él lo sorprendió casi tanto como a los demás– Rice cargó el acento en unaalusión que el público pareció apreciar y que obligó a Michael a ponerse a la defensiva,forzándolo a emplear los recursos más visibles del oficio para encontrar una salida; dándolebruscamente la espalda mientras encendía un cigarrillo, como si quisiera protegerse delviento, Rice miró por encima de los anteojos y vio a los tres hombres entre los bastidores, elbrazo del hombre alto que le hacía un gesto conminatorio. Rió entre dientes (debía estar unpoco borracho y además se divertía, el brazo agitándose le hacía una gracia extraordinaria)antes de volverse y apoyar una mano en el hombro de Michael. "Se ven cosas regocijantesen los parques", dijo Rice. "Realmente no entiendo que se pueda perder el tiempo con cisneso amantes cuando se está en un parque londinense." El público rió más que Michael,excesivamente interesado por la llegada de Eva y la dama de rojo. Sin vacilar Rice siguiómarchando contra la corriente, violando poco a poco las instrucciones en una esgrima ferozy absurda contra los actores habilísimos que se esforzaban por hacerlo volver a su papel y aveces lo conseguían, pero él se les escapaba de nuevo para ayudar de alguna manera a Eva,sin saber bien por qué pero diciéndose (y le daba risa, y debía ser el whisky) que todo lo quecambiara en ese momento alteraría inevitablemente el último acto (No dejes que me maten).Y los otros se habían dado cuenta de su propósito porque bastaba mirar por sobre losanteojos hacia los bastidores de la izquierda para ver los gestos iracundos del hombre alto,fuera y dentro de la escena estaban luchando contra él y Eva, se interponían para que nopudieran comunicarse, para que ella no alcanzara a decirle nada, y ahora llegaba el caballeroanciano seguido de un lúgubre chofer, había como un momento de calma (Rice recordaba lasinstrucciones: una pausa, luego la conversación sobre la compra de acciones, entonces lafrase reveladora de la dama de rojo, y telón), y en ese intervalo en que obligadamenteMichael y la dama de rojo debían apartarse para que el caballero hablara con Eva y Howellde la maniobra bursátil (realmente no faltaba nada en esa pieza), el placer de estropear unpoco más la acción llenó a Rice de algo que se parecía a la felicidad. Con un gesto quedejaba bien claro el profundo desprecio que le inspiraban las especulaciones arriesgadas,tomó del brazo a Eva, sorteó la maniobra envolvente del enfurecido y sonriente caballero, ycaminó con ella oyendo a sus espaldas un muro de palabras ingeniosas que no le concernían,exclusivamente inventadas para el público, y en cambio sí Eva, en cambio un aliento tibioapenas un segundo contra su mejilla, el leve murmullo de su voz verdadera diciendo:"Quédate conmigo hasta el final", quebrado por un movimiento instintivo, el hábito que lahacía responder a la interpelación de la dama de rojo, arrastrando a Howell para querecibiera en plena cara las palabras reveladoras. Sin pausa, sin el mínimo hueco que hubieranecesitado para poder cambiar el rumbo que esas palabras daban definitivamente a lo quehabría de venir más tarde, Rice vio caer el telón. "Imbécil", dijo la dama de rojo. "Salga,Flora", ordenó el hombre alto, pegado a Rice que sonreía satisfecho. "Imbécil", repitió ladama de rojo, tomando del brazo a Eva que había agachado la cabeza y parecía comoausente. Un empujón mostró el camino a Rice que se sentía perfectamente feliz. "Imbécil",dijo a su vez el hombre alto. El tirón en la cabeza fue casi brutal, pero Rice se quitó élmismo los anteojos y los tendió al hombre alto. "El whisky no era malo", dijo. "Si quiere60darme las instrucciones para el último acto..." Otro empellón estuvo a punto de tirarlo alsuelo y cuando consiguió enderezarse, con una ligera náusea, ya estaba andando atropezones por una galería mal iluminada; el hombre alto había desaparecido y los otros dosse estrechaban contra él, obligándolo a avanzar con la mera presión de los cuerpos. Habíauna puerta con una lamparilla naranja en lo alto. "Cámbiese", dijo el hombre de grisalcanzándole su traje. Casi sin darle tiempo de ponerse la chaqueta, abrieron la puerta de unpuntapié; el empujón lo sacó trastabillando a la acera, al frío de un callejón que olía a basura."Hijos de perra, me voy a pescar una pulmonía", pensó Rice, metiendo las manos en losbolsillos. Había luces en el extremo más alejado del callejón desde donde venía el rumor deltráfico. En la primera esquina (no le habían quitado el dinero ni los papeles) Rice reconocióla entrada del teatro. Como nada impedía que asistiera desde su butaca al último acto, entróal calor del foyer, al humo y las charlas de la gente en el bar; le quedó tiempo para beber otrowhisky, pero se sentía incapaz de pensar en nada. Un poco antes de que se alzara el telónalcanzó a preguntarse quién haría el papel de Howell en el último acto, y si algún otro pobreinfeliz estaría pasando por amabilidades y amenazas y anteojos; pero la broma debíaterminar cada noche de la misma manera porque en seguida reconoció al actor del primeracto, que leía una carta en su estudio y la alcanzaba en silencio a una Eva pálida y vestida degris. "Es escandaloso", comentó Rice volviéndose hacia el espectador de la izquierda."¿Cómo se tolera que cambien de actor en mitad de una pieza?" El espectador suspiró,fatigado. "Ya no se sabe con estos autores jóvenes", dijo. "Todo es símbolo, supongo." Ricese acomodó en la platea saboreando malignamente el murmullo de los espectadores que noparecían aceptar tan pasivamente como su vecino los cambios físicos de Howell; y sinembargo la ilusión teatral los dominó casi en seguida, el actor era excelente y la acción seprecipitaba de una manera que sorprendió incluso a Rice, perdido en una agradableindiferencia. La carta era de Michael, que anunciaba su partida de Inglaterra; Eva la leyó y ladevolvió en silencio; se sentía que estaba llorando contenidamente. Quédate conmigo hastael final, había dicho Eva. No dejes que me maten, había dicho absurdamente Eva. Desde laseguridad de la platea era inconcebible que pudiera sucederle algo en ese escenario depacotilla; todo había sido una continua estafa, una larga hora de pelucas y de árbolespintados. Desde luego la infaltable dama de rojo invadía la melancólica paz del estudiodonde el perdón y quizá el amor de Howell se percibían en sus silencios, en su manera casidistraída de romper la carta y echarla al fuego. Parecía inevitable que la dama de rojoinsinuara que la partida de Michael era una estratagema, y también que Howell le diera aentender un desprecio que no impediría una cortés invitación a tomar el té. A Rice lo divirtióvagamente la llegada del criado con la bandeja; el té parecía uno de los recursos mayores delcomediógrafo, sobre todo ahora que la dama de rojo maniobraba en algún momento con unabotellita de melodrama romántico mientras las luces iban bajando de una manera porcompleto inexplicable en el estudio de un abogado londinense. Hubo una llamada telefónicaque Howell atendió con perfecta compostura (era previsible la caída de las acciones ocualquier otra crisis necesaria para el desenlace); las tazas pasaron de mano en mano con lassonrisas pertinentes, el buen tono previo a las catástrofes. A Rice le pareció casiinconveniente el gesto de Howell en el momento en que Eva acercaba los labios a la taza, subrusco movimiento y el té derramándose sobre el vestido gris. Eva estaba inmóvil, casi61ridícula; en esa detención instantánea de las actitudes (Rice se había enderezado sin saberpor qué, y alguien chistaba impaciente a sus espaldas), la exclamación escandalizada de ladama de rojo se superpuso al leve chasquido, a la mano de Howell que se alzaba paraanunciar algo, a Eva que torcía la cabeza mirando al público como si no quisiera creer ydespués se deslizaba de lado hasta quedar casi tendida en el sofá, en una lenta reanudacióndel movimiento que Howell pareció recibir y continuar con su brusca carrera hacia losbastidores de la derecha, su fuga que Rice no vio porque él corría ya el pasillo central sinque ningún otro espectador se hubiera movido todavía. Bajando a saltos la escalera, tuvo eltino de entregar su talón en el guardarropa y recobrar el abrigo; cuando llegaba a la puertaoyó los primeros rumores del final de la pieza, aplausos y voces en la sala; alguien del teatrocorría escaleras arriba. Huyó hacia Kean Street y al pasar junto al callejón lateral le parecióver un bulto que avanzaba pegado a la pared; la puerta por donde lo habían expulsado estabaentornada, pero Rice no había terminado de registrar esas imágenes cuando ya corría por lacalle iluminada y en vez de alejarse de la zona del teatro bajaba otra vez por Kingsway,previendo que a nadie se le ocurriría buscarlo cerca del teatro. Entró en el Strand (se habíasubido el cuello del abrigo y andaba rápidamente, con las manos en los bolsillos) hastaperderse con un alivio que él mismo no se explicaba en la vaga región de callejuelas internasque nacían en Chancery Lane. Apoyándose contra una pared (jadeaba un poco y sentía queel sudor le pegaba la camisa a la piel) encendió un cigarrillo, y por primera vez se preguntóexplícitamente, empleando todas las palabras necesarias, por qué estaba huyendo. Los pasosque se acercaban se interpusieron entre él y la respuesta que buscaba; mientras corría pensóque si lograba cruzar el río (ya estaba cerca del puente de Blackfriars) se sentiría a salvo. Serefugió en un portal, lejos del farol que alumbraba la salida hacia Watergate. Algo le quemóla boca; se arrancó de un tirón la colilla que había olvidado, y sintió que le desgarraba loslabios. En el silencio que lo envolvía trató de repetirse las preguntas no contestadas, peroirónicamente se le interponía la idea de que sólo estaría a salvo si alcanzaba a cruzar el río.Era ilógico, los pasos también podrían seguirlo por el puente, por cualquier callejuela de laotra orilla; y sin embargo eligió el puente, corrió a favor de un viento que lo ayudó a dejaratrás el río y perderse en un laberinto que no conocía hasta llegar a una zona mal alumbrada;el tercer alto de la noche en un profundo y angosto callejón sin salida lo puso por fin frente ala única pregunta importante, y Rice comprendió que era incapaz de encontrar la respuesta.No dejes que me maten, había dicho Eva, y él había hecho lo posible, torpe ymiserablemente, pero lo mismo la habían matado, por lo menos en la pieza la habían matadoy él tenía que huir porque no podía ser que la pieza terminara así, que la taza de té se volcarainofensivamente sobre el vestido de Eva y sin embargo Eva resbalara hasta quedar tendidaen el sofá; había ocurrido otra cosa sin que él estuviera allí para impedirlo, quédate conmigohasta el final, le había suplicado Eva, pero lo habían echado del teatro, lo habían apartado deeso que tenía que suceder y que él, estúpidamente instalado en su platea, había contempladosin comprender o comprendiéndolo desde otra región de sí mismo donde había miedo y fugay ahora, pegajoso como el sudor que le corría por el vientre, el asco de sí mismo. "Pero yono tengo nada que ver", pensó. "Y no ha ocurrido nada; no es posible que cosas así ocurran."Se lo repitió aplicadamente: no podía ser que hubieran venido a buscarlo, a proponerle esainsensatez, a amenazarlo amablemente; los pasos que se acercaban tenían que ser los de62cualquier vagabundo, unos pasos sin huellas. El hombre pelirrojo que se detuvo junto a élcasi sin mirarlo, y que se quitó los anteojos con un gesto convulsivo para volver a ponérselosdespués de frotarlos contra la solapa de la chaqueta, era sencillamente alguien que se parecíaa Howell y había volcado la taza de té sobre el vestido de Eva. "Tire esa peluca", dijo Rice,"lo reconocerán en cualquier parte". "No es una peluca", dijo Howell (se llamaría Smith oRogers, ya ni recordaba el nombre en el programa). "Qué tonto soy", dijo Rice. Era deimaginar que habían tenido preparada una copia exacta de los cabellos de Howell, así comolos anteojos habían sido una réplica de los de Howell. "Usted hizo lo que pudo", dijo Rice,"yo estaba en la platea y lo vi; todo el mundo podrá declarar a su favor". Howell temblaba,apoyado en la pared. "No es eso", dijo. "Qué importa, si lo mismo se salieron con la suya."Rice agachó la cabeza; un cansancio invencible lo agobiaba. "Yo también traté de salvarla",dijo, "pero no me dejaron seguir", Howell lo miró rencorosamente. "Siempre ocurre lomismo", dijo hablándose a sí mismo. "Es típico de los aficionados, creen que pueden hacerlomejor que los otros, y al final no sirve de nada." Se subió el cuello de la chaqueta, metió lasmanos en los bolsillos. Rice hubiera querido preguntarle: "¿Por qué ocurre siempre lomismo? Y si es así, ¿por qué estamos huyendo?". El silbato pareció engolfarse en elcallejón, buscándolos. Corrieron largo rato a la par, hasta detenerse en algún rincón que olíaa petróleo, a río estancado. Detrás de una pila de fardos descansaron un momento; Howelljadeaba como un perro y a Rice se le acalambraba una pantorrilla. Se la frotó, apoyándose enlos fardos, manteniéndose con dificultad sobre un solo pie. "Pero quizá no sea tan grave",murmuró. "Usted dijo que siempre ocurría lo mismo." Howell le puso una mano en la boca;se oían alternadamente dos silbatos. "Cada uno por su lado", dijo Howell. "Tal vez uno delos dos pueda escapar." Rice comprendió que tenía razón pero hubiera querido que Howellle contestara primero. Lo tomó de un brazo, atrayéndolo con toda su fuerza. "No me deje irasí", suplicó. "No puedo seguir huyendo siempre, sin saber." Sintió el olor alquitranado delos fardos, su mano como hueca en el aire. Unos pasos corrían alejándose; Rice se agachó,tomando impulso, y partió en la dirección contraria. A la luz de un farol vio un nombrecualquier: Rose Alley. Más allá estaba el río, algún puente. No faltaban puentes ni calles pordonde correr.6
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Todos los fuegos el fuego
Short StoryLos cuentos se desarrollan en Cuba, París, Buenos Aires, una isla del Mediterráneo y la Antigua Roma.4 En este libro Cortázar, sin abandonar lo fantástico, lo relega por la dualidad de la que los personajes pueden entrar y salir, coexistiendo como i...