Ces yeux ne t'appartiennent pas... où les as-tu pris?..................., IV, 5.
Me ocurría a veces que todo se dejaba andar, se ablandaba y cedía terreno, aceptando sinresistencia que se pudiera ir así de una cosa a otra. Digo que me ocurría, aunque unaestúpida esperanza quisiera creer que acaso ha de ocurrirme todavía. Y por eso, si echarse acaminar una y otra vez por la ciudad parece un escándalo cuando se tiene una familia y untrabajo, hay ratos en que vuelvo a decirme que ya sería tiempo de retornar a mi barriopreferido, olvidarme de mis ocupaciones (soy corredor de bolsa) y con un poco de suerteencontrar a Josiane y quedarme con ella hasta la mañana siguiente.Quién sabe cuánto hace que me repito todo esto, y es penoso porque hubo una época en quelas cosas me sucedían cuando menos pensaba en ellas, empujando apenas con el hombrocualquier rincón del aire. En todo caso bastaba ingresar en la deriva placentera del ciudadanoque se deja llevar por sus preferencias callejeras, y casi siempre mi paseo terminaba en elbarrio de las galerías cubiertas, quizá porque los pasajes y las galerías han sido mi patriasecreta desde siempre. Aquí, por ejemplo, el Pasaje Güemes, territorio ambiguo donde yahace tanto tiempo fui a quitarme la infancia como un traje usado. Hacia el año veintiocho, elPasaje Güemes era la caverna del tesoro en que deliciosamente se mezclaban la entrevisióndel pecado y las pastillas de menta, donde se voceaban las ediciones vespertinas concrímenes a toda página y ardían las luces de la sala del subsuelo donde pasabaninalcanzables películas realistas. Las Josiane de aquellos días debían mirarme con un gestoentre maternal y divertido, yo con unos miserables centavos en el bolsillo pero andandocomo un hombre, el chambergo requintado y las manos en los bolsillos, fumando unCommander precisamente porque mi padrastro me había profetizado que acabaría ciego porculpa del tabaco rubio. Recuerdo sobre todo olores y sonidos, algo como una expectativa yuna ansiedad, el kiosco donde se podían comprar revistas con mujeres desnudas y anunciosde falsas manicuras, y ya entonces era sensible a ese falso cielo de estucos y claraboyassucias, a esa noche artificial que ignoraba la estupidez del día y del sol ahí afuera. Measomaba con falsa indiferencia a las puertas del pasaje donde empezaba el último misterio,los vagos ascensores que llevarían a los consultorios de enfermedades venéreas y también alos presuntos paraísos en lo más alto, con mujeres de la vida y amorales, como les llamabanen los diarios, con bebidas preferentemente verdes en copas biseladas, con batas de seda ykimonos violeta, y los departamentos tendrían el mismo perfume que salía de las tiendas queyo creía elegantes y que chisporroteaban sobre la penumbra del pasaje un bazar inalcanzable72de frascos y cajas de cristal y cisnes rosa y polvos rachel y cepillos con mangostransparentes.Todavía hoy me cuesta cruzar el Pasaje Güemes sin enternecerme irónicamente con elrecuerdo de la adolescencia al borde de la caída; la antigua fascinación perdura siempre, ypor eso me gustaba echar a andar sin rumbo fijo, sabiendo que en cualquier momentoentraría en la zona de las galerías cubiertas, donde cualquier sórdida botica polvorienta meatraía más que los escaparates tendidos a la insolencia de las calles abiertas. La GalerieVivienne, por ejemplo, o el Passage des Panoramas con sus ramificaciones, sus cortadas querematan en una librería de viejo o una inexplicable agencia de viajes donde quizá nadiecompró nunca un billete de ferrocarril, ese mundo que ha optado por un cielo más próximo,de vidrios sucios y estucos con figuras alegóricas que tienden las manos para ofrecer unaguirnalda, esa Galerie Vivienne a un paso de la ignominia diurna de la rue Réaumur y de laBolsa (yo trabajo en la Bolsa), cuánto de ese barrio ha sido mío desde siempre, desde muchoantes de sospecharlo ya era mío cuando apostado en un rincón del Pasaje Güemes, contandomis pocas monedas de estudiante, debatía el problema de gastarlas en un bar automático ocomprar una novela y un surtido de caramelos ácidos en su bolsa de papel transparente, conun cigarrillo que me nublaba los ojos y en el fondo del bolsillo, donde los dedos lo rozaban aveces, el sobrecito del preservativo comprado con falsa desenvoltura en una farmaciaatendida solamente por hombres, y que no tendría la menor oportunidad de utilizar con tanpoco dinero y tanta infancia en la cara.Mi novia, Irma, encuentra inexplicable que me guste vagar de noche por el centro o por losbarrios del sur, y si supiera de mi predilección por el Pasaje Güemes no dejaría deescandalizarse. Para ella, como para mi madre, no hay mejor actividad social que el sofá dela sala donde ocurre eso que llaman la conversación, el café y el anisado. Irma es la másbuena y generosa de las mujeres, jamás se me ocurriría hablarle de lo que verdaderamentecuenta para mí, y en esa forma llegaré alguna vez a ser un buen marido y un padre cuyoshijos serán de paso los tan anhelados nietos de mi madre. Supongo que por cosas así acabéconociendo a Josiane, pero no solamente por eso ya que podría habérmela encontrado en elbulevar Poisonière o en la rue Notre-Dame-des-Victoires, y en cambio nos miramos porprimera vez en lo más hondo de la Galerie Vivienne, bajo las figuras de yeso que el pico degas llenaba de temblores (las guirnaldas iban y venían entre los dedos de las Musaspolvorientas), y no tardé en saber que Josiane trabajaba en ese barrio y que no costabamucho dar con ella si se era familiar de los cafés o amigo de los cocheros. Pudo sercoincidencia, pero haberla conocido allí, mientras llovía en el otro mundo, el del cielo alto ysin guirnaldas de la calle, me pareció un signo que iba más allá del encuentro trivial concualquiera de las prostitutas del barrio. Después supe que en esos días Josiane no se alejabade la galería porque era la época en que no se hablaba más que de los crímenes de Laurent yla pobre vivía aterrada. Algo de este terror se transformaba en gracia, en gestos casiesquivos, en puro deseo. Recuerdo su manera de mirarme entre codiciosa y desconfiada, suspreguntas que fingían indiferencia, mi casi incrédulo encanto al enterarme de que vivía enlos altos de la galería, mi insistencia en subir a su bohardilla en vez de ir al hotel de la rue duSentier (donde ella tenía amigos y se sentía protegida). Y su confianza más tarde, cómo nos73reímos esa noche a la sola idea de que yo pudiera ser Laurent, y qué bonita y dulce eraJosiane en su bohardilla de novela barata, con el miedo al estrangulador rondando por Parísy esa manera de apretarse más y más contra mí mientras pasábamos revista a los asesinatosde Laurent.Mi madre sabe siempre si he dormido en casa, y aunque naturalmente no dice nada puestoque sería absurdo que lo dijera, durante uno o dos días me mira entre ofendida y temerosa.Sé muy bien que jamás se le ocurriría contárselo a Irma, pero lo mismo me fastidia lapersistencia de un derecho materno que ya nada justifica, y sobre todo que sea yo el que alfinal se aparezca con una caja de bombones o una planta para el patio, y que el regalorepresente de una manera muy precisa y sobrentendida la terminación de la ofensa, elretorno a la vida corriente del hijo que vive todavía en casa de su madre. Desde luegoJosiane era feliz cuando le contaba esa clase de episodios, que una vez en el barrio de lasgalerías pasaban a formar parte de nuestro mundo con la misma llaneza que su protagonista.El sentimiento familiar de Josiane era muy vivo y estaba lleno de respeto por lasinstituciones y los parentescos; soy poco amigo de confidencias pero como de algo teníamosque hablar y lo que ella me había dejado saber de su vida ya estaba comentado, casiinevitablemente volvíamos a mis problemas de hombre soltero. Otra cosa nos acercó, ytambién en eso fui afortunado, porque a Josiane le gustaban las galerías cubiertas, quizá porvivir en una de ellas o porque la protegían del frío y la lluvia (la conocí a principios de uninvierno, con nevadas prematuras que nuestras galerías y su mundo ignoraban alegremente).Nos habituamos a andar juntos cuando le sobraba el tiempo, cuando alguien –no le gustaballamarlo por su nombre– estaba lo bastante satisfecho como para dejarla divertirse un ratocon sus amigos. De ese alguien hablábamos poco, luego que yo hice las inevitablespreguntas y ella me contestó las inevitables mentiras de toda relación mercenaria; se dabapor supuesto que era el amo, pero tenía el buen gusto de no hacerse ver. Llegué a pensar queno le desagradaba que yo acompañara algunas noches a Josiane, porque la amenaza deLaurent pesaba más que nunca sobre el barrio después de su nuevo crimen en la rued'Aboukir, y la pobre no se hubiera atrevido a alejarse de la Galerie Vivienne una vez caídala noche. Era como para sentirse agradecido a Laurent y al amo, el miedo ajeno me servíapara recorrer con Josiane los pasajes y los cafés, descubriendo que podía llegar a ser unamigo de verdad de una muchacha a la que no me ataba ninguna relación profunda. De esaconfiada amistad nos fuimos dando cuenta poco a poco, a través de silencios, de tonterías.Su habitación, por ejemplo, la bohardilla pequeña y limpia que para mí no había tenido otrarealidad que la de formar parte de la galería. En un principio yo había subido por Josiane, ycomo no podía quedarme porque me faltaba el dinero para pagar una noche entera y alguienestaba esperando la rendición sin mácula de cuentas, casi no veía lo que me rodeaba ymucho más tarde, cuando estaba a punto de dormirme en mi pobre cuarto con su almanaqueilustrado y su mate de plata como únicos lujos, me preguntaba por la bohardilla y noalcanzaba a dibujármela, no veía más que a Josiane y me bastaba para entrar en el sueñocomo si todavía la guardara entre los brazos. Pero con la amistad vinieron las prerrogativas,quizá la aquiescencia del amo, y Josiane se las arreglaba muchas veces para pasar la nocheconmigo, y su pieza empezó a llenarnos los huecos de un diálogo que no siempre era fácil;74cada muñeca, cada estampa, cada adorno fueron instalándose en mi memoria y ayudándomea vivir cuando era el tiempo de volver a mi cuarto o de conversar con mi madre o con Irmade la política nacional y de las enfermedades en las familias.Más tarde hubo otras cosas, y entre ellas la vaga silueta de aquel que Josiane llamaba elsudamericano, pero en un principio todo parecía ordenarse en torno al gran terror del barrio,alimentado por lo que un periodista imaginativo había dado en llamar la saga de Laurent elestrangulador. Si en un momento dado me propongo la imagen de Josiane, es para verlaentrar conmigo en el café de la rue des Jeuneurs, instalarse en la banqueta de felpa morada ycambiar saludos con las amigas y los parroquianos, frases sueltas que en seguida sonLaurent, porque sólo de Laurent se habla en el barrio de la Bolsa, y yo que he trabajado sinparar todo el día y he soportado entre dos ruedas de cotizaciones los comentarios de colegasy clientes acerca del último crimen de Laurent, me pregunto si esa torpe pesadilla va aacabar algún día, si las cosas volverán a ser como imagino que eran antes de Laurent, o sideberemos sufrir sus macabras diversiones hasta el fin de los tiempos. Y lo más irritante (selo digo a Josiane después de pedir el grog que tanta falta nos hace con ese frío y esa nieve)es que ni siquiera sabemos su nombre, el barrio lo llama Laurent porque una vidente de labarrera de Clichy ha visto en la bola de cristal cómo el asesino escribía su nombre con undedo ensangrentado, y los gacetilleros se cuidan de no contrariar los instintos del público.Josiane no es tonta pero nadie la convencería de que el asesino no se llama Laurent, y esinútil luchar contra el ávido terror parpadeando en sus ojos azules que miran ahoradistraídamente el paso de un hombre joven, muy alto y un poco encorvado, que acaba deentrar y se apoya en el mostrador sin saludar a nadie.–Puede ser –dice Josiane, acatando alguna reflexión tranquilizadora que debo haberinventado sin siquiera pensarla–. Pero entretanto yo tengo que subir sola a mi cuarto, y si elviento me apaga la vela entre dos pisos... La sola idea de quedarme a oscuras en la escalera,y que quizá...–Pocas veces subes sola –le digo riéndome.–Tú te burlas pero hay malas noches, justamente cuando nieva o llueve y me toca volver alas dos de la madrugada...Sigue la descripción de Laurent agazapado en un rellano, o todavía peor, esperándola en supropia habitación a la que ha entrado mediante una ganzúa infalible. En la mesa de al ladoKikí se estremece ostentosamente y suelta unos grititos que se multiplican en los espejos.Los hombres nos divertimos enormemente con esos espantos teatrales que nos ayudarán aproteger con más prestigio a nuestras compañeras. Da gusto fumar unas pipas en el café, aesa hora en que la fatiga del trabajo empieza a borrarse con el alcohol y el tabaco, y lasmujeres comparan sus sombreros y sus botas o se ríen de nada; da gusto besar en la boca aJosiane que pensativa se ha puesto a mirar al hombre –casi un muchacho– que nos da laespalda y bebe su ajenjo a pequeños sorbos, apoyando un codo en el mostrador. Es curioso,ahora que lo pienso: a la primera imagen que se me ocurre de Josiane y que es siempreJosiane en la banqueta del café, una noche de nevada y Laurent, se agrega inevitablemente75aquel que ella llamaba el sudamericano, bebiendo su ajenjo y dándonos la espalda. Tambiényo lo llamo el sudamericano porque Josiane me aseguró que lo era, y que lo sabía por laRousse que se había acostado con él o poco menos, y todo eso había sucedido antes de queJosiane y la Rousse se pelearan por una cuestión de esquinas o de horarios y lo lamentaranahora con medias palabras porque habían sido muy buenas amigas. Según la Rousse él lehabía dicho que era sudamericano aunque hablara sin el menor acento; se lo había dicho al ira acostarse con ella, quizá para conversar de alguna cosa mientras acababa de soltarse lascintas de los zapatos.–Ahí donde lo ves, casi un chico... ¿Verdad que parece un colegial que ha crecido de golpe?Bueno, tendrías que oír lo que cuenta la Rousse.Josiane perseveraba en la costumbre de cruzar y separar los dedos cada vez que narraba algoapasionante. Me explicó el capricho del sudamericano, nada tan extraordinario después detodo, la negativa terminante de la Rousse, la partida ensimismada del cliente. Le pregunté siel sudamericano la había abordado alguna vez. Pues no, porque debía saber que la Rousse yella eran amigas. Las conocía bien, vivía en el barrio, y cuando Josiane dijo eso yo miré conmás atención y lo vi pagar su ajenjo echando una moneda en el platillo de peltre mientrasdejaba resbalar sobre nosotros –y era como si cesáramos de estar allí por un segundointerminable– una expresión distante y a la vez curiosamente fija, la cara de alguien que seha inmovilizado en un momento de sueño y rehúsa dar el paso que lo devolverá a la vigilia.Después de todo una expresión como ésa, aunque el muchacho fuese casi un adolescente ytuviera rasgos muy hermosos, podía llevar como de la mano a la pesadilla recurrente deLaurent. No perdí tiempo en proponérselo a Josiane.–¿Laurent? ¡Estás loco! Pero si Laurent es...Lo malo era que nadie sabía nada de Laurent, aunque Kikí y Albert nos ayudaran a seguirpesando las probabilidades para divertirnos. Toda la teoría se vino abajo cuando el patrón,que milagrosamente escuchaba cualquier diálogo en el café, nos recordó que por lo menosalgo se sabía de Laurent: la fuerza que le permitía estrangular a sus víctimas con una solamano. Y ese muchacho, vamos... Sí, y ya era tarde y convenía volver a casa; yo tan soloporque esa noche Josiane la pasaba con alguien que ya la estaría esperando en la bohardilla,alguien que tenía la llave por derecho propio, y entonces la acompañé hasta el primer rellanopara que no se asustara si se le apagaba la vela en mitad del ascenso, y desde una gran fatigarepentina la miré subir, quizá contenta aunque me hubiera dicho lo contrario, y después salía la calle nevada y glacial y me puse a andar sin rumbo, hasta que en algún momentoencontré como siempre el camino que me devolvería a mi barrio, entre gente que leía lasexta edición de los diarios o miraba por las ventanillas del tranvía como si realmentehubiera alguna cosa que ver a esa hora y en esas calles.No siempre era fácil llegar a la zona de las galerías y coincidir con un momento libre deJosiane; cuántas veces me tocaba andar solo por los pasajes, un poco decepcionado, hastasentir poco a poco que la noche era también mi amante. A la hora en que se encendían lospicos de gas la animación se despertaba en nuestro reino, los cafés eran la bolsa del ocio y76del contento, y se bebía a largos tragos el fin de la jornada, los titulares de los periódicos, lapolítica, los prusianos, Laurent, las carreras de caballos. Me gustaba saborear una copa aquíy otra más allá, atisbando sin apuro el momento en que descubriría la silueta de Josiane enalgún codo de las galerías o en algún mostrador. Si ya estaba acompañada, una señalconvenida me dejaba saber cuándo podría encontrarla sola; otras veces se limitaba a sonreíry a mí me quedaba el resto del tiempo para las galerías; eran las horas del explorador y asífui entrando en las zonas más remotas del barrio, en la Galerie Sainte-Foy, por ejemplo, y enlos remotos Passages du Caire, pero aunque cualquiera de ellos me atrajera más que lascalles abiertas (y había tantos, hoy era el Passage des Princes, otra vez el Passage Verdeau,así hasta el infinito), de todas maneras el término de una larga ronda que yo mismo nohubiera podido reconstruir me devolvía siempre a la Galerie Vivienne, no tanto por Josianeaunque también fuera por ella, sino por sus rejas protectoras, sus alegorías vetustas, sussombras en el codo del Passage des Petits-Pères, ese mundo diferente donde no había quepensar en Irma y se podía vivir sin horarios fijos, al azar de los encuentros y de la suerte.Con tan pocos asideros no alcanzo a calcular el tiempo que pasó antes de que volviéramos ahablar casualmente del sudamericano; una vez me había parecido verlo salir de un portal dela rue Saint-Marc, envuelto en una de esas hopalandas negras que tanto se habían llevadocinco años atrás junto con sombreros de copa exageradamente alta, y estuve tentado deacercarme y preguntarle por su origen. Me lo impidió el pensar en la fría cólera con que yohabría recibido una interpelación de ese género, pero Josiane encontró luego que había sidouna tontería de mi parte, quizá porque el sudamericano le interesaba a su manera, con algode ofensa gremial y mucho de curiosidad. Se acordó de que unas noches atrás había creídoreconocerlo de lejos en la Galerie Vivienne, que sin embargo él no parecía frecuentar.–No me gusta esa manera que tiene de mirarnos –dijo Josiane–. Antes no me importaba,pero desde aquella vez que hablaste de Laurent...–Josiane, cuando hice esa broma estábamos con Kikí y Albert. Albert es un soplón de lapolicía, supongo que lo sabes. ¿Crees que dejaría pasar la oportunidad si la idea le parecierarazonable? La cabeza de Laurent vale mucho dinero, querida.–No me gustan sus ojos –se obstinó Josiane–. Y además que no te mira, la verdad es que teclava los ojos pero no te mira. Si un día me aborda salgo huyendo, te lo digo por esta cruz.–Tienes miedo de un chico. ¿O todos los sudamericanos te parecemos unos orangutanes?Ya se sabe cómo podían acabar esos diálogos. Íbamos a beber un grog al café de la rue desJeuneurs, recorríamos las galerías, los teatros del bulevar, subíamos a la bohardilla, nosreíamos enormemente. Hubo algunas semanas –por fijar un término, es tan difícil ser justocon la felicidad– en que todo nos hacía reír, hasta las torpezas de Badinguet y el temor de laguerra nos divertían. Es casi ridículo admitir que algo tan desproporcionadamente inferiorcomo Laurent pudiera acabar con nuestro contento, pero así fue. Laurent mató a otra mujeren la rue Beauregard –tan cerca, después de todo– y en el café nos quedamos como en misay Marthe, que había entrado a la carrera para gritar la noticia, acabó en una explosión dellanto histérico que de algún modo nos ayudó a tragar la bola que teníamos en la garganta.77Esa misma noche la policía nos pasó a todos por su peine más fino, de café en café y dehotel en hotel; Josiane buscó al amo y yo la dejé irse, comprendiendo que necesitaba laprotección suprema que todo lo allanaba. Pero como en el fondo esas cosas me sumían enuna vaga tristeza –las galerías no eran para eso, no debían ser para eso–, me puse a bebercon Kikí y después con la Rousse que me buscaba como puente para reconciliarse conJosiane. Se bebía fuerte en nuestro café, y en esa niebla caliente de las voces y los tragos mepareció casi justo que a medianoche el sudamericano fuera a sentarse a una mesa del fondo ypidiera un ajenjo con la expresión de siempre, hermosa y ausente y alunada. Al preludio deconfidencia de la Rousse contesté que ya lo sabía, y que después de todo el muchacho no eraciego y sus gustos no merecían tanto rencor; todavía nos reíamos de las falsas bofetadas dela Rousse cuando Kikí condescendió a decir que alguna vez había estado en su habitación.Antes de que la Rousse pudiera clavarle las diez uñas de una pregunta imaginable, quisesaber cómo era ese cuarto. "Bah, qué importa el cuarto", decía desdeñosamente la Rousse,pero Kikí ya se metía de lleno en una bohardilla de la rue Notre-Dame-des-Victoires,sacando como un mal prestidigitador de barrio un gato gris, muchos papeles borroneados, unpiano que ocupaba demasiado lugar, pero sobre todo papeles y al final otra vez el gato grisque en el fondo parecía ser el mejor recuerdo de Kikí.Yo la dejaba hablar, mirando todo el tiempo hacia la mesa del fondo y diciéndome que al finy al cabo hubiera sido tan natural que me acercara al sudamericano y le dijera un par defrases en español. Estuve a punto de hacerlo, y ahora no soy más que uno de los muchos quese preguntan por qué en algún momento no hicieron lo que habían pensado hacer. En cambiome quedé con la Rousse y Kikí, fumando una nueva pipa y pidiendo otra ronda de vinoblanco; no me acuerdo bien de lo que sentí al renunciar a mi impulso, pero era algo comouna veda, el sentimiento de que si la trasgredía iba a entrar en un territorio inseguro. Y sinembargo creo que hice mal, que estuve al borde de un acto que hubiera podido salvarme.Salvarme de qué, me pregunto. Pero precisamente de eso: salvarme de que hoy no puedahacer otra cosa que preguntármelo, y que no haya otra respuesta que el humo del tabaco yesa vaga esperanza inútil que me sigue por las calles como un perro sarnoso.
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Todos los fuegos el fuego
Short StoryLos cuentos se desarrollan en Cuba, París, Buenos Aires, una isla del Mediterráneo y la Antigua Roma.4 En este libro Cortázar, sin abandonar lo fantástico, lo relega por la dualidad de la que los personajes pueden entrar y salir, coexistiendo como i...