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Hoy es el último partido de la ronda clasificatoria para el mundial del año próximo. La selección de mi país, antaño una potencia respetada en el deporte, no ha participado en la competición hace casi cuatro décadas. Cuatro décadas, una vida. Hace cuatro décadas yo era un espermatozoide en los testículos de mi padre, luchando para no terminar en las sábanas de los prostíbulos que en esa época él solía visitar.

Pero hoy no soy un espermatozoide en un testículo. Hoy soy un futbolista en el estadio, sudado y jadeante, corriendo detrás de cada pelota, empujando a cada defensor, gritándole a cada juez de línea. Estamos empatando contra el equipo contrario. Eso no nos ayuda: nos da solo un punto. Para tener esperanzas de clasificarnos necesitamos tres.

El empate es una mierda inservible. Debemos anotar una vez más. Debo anotar una vez más. Me corresponde como el delantero de la selección.

Dos generaciones no han visto a este país en un torneo mundial y viven de los cuentos de sus abuelos sobre la gloria del pasado. Están ansiosos. Lo percibí todas esas veces que me saludaron en la calle o me pidieron un autógrafo. Llévanos al mundial, me susurraban. Mete un gol, hijo de puta. Como si fuera mi decisión. Un comentario, una palabra, una sutil amenaza. Se acumularon en mí. Gota a gota, la ansiedad incrementó. El miedo. Ese miedo que hoy se ha multiplicado con los minutos transcurridos.

Pero ya nos hallamos en el minuto final del juego.

Mis esperanzas se desvanecen de a poco. Mierda, pienso. Estamos perdidos. Hasta que, en los segundos previos al término del partido, una oportunidad única de gol se me presenta.

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