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—Ahora mismo no estamos contratando delanteros.

—No representarías una buena imagen para la empresa.

—El club no desea vínculos con usted.

—Podemos ofrecerle un puesto de suplente si se compromete a percibir un sueldo mínimo durante la primera temporada.

Ningún equipo me quiere en sus filas. Alex tenía razón, nadie me va a contratar por ahora. Quizá no solo por ahora, sino por siempre. Como esos actores que solo ves en una o dos películas. El retiro ronda mi cabeza.

Váyanse todos a la mierda. No me importa más. Ya no. No necesito jugar para sentirme completo. Odio ese deporte. Lo odio. Me arruinó. Prefiero trabajar vendiendo helados, como en mi adolescencia, aquí, en el barrio que me vio nacer. Porque sí, he regresado. Caminando, pero he regresado.

El barrio es un reflejo de mí. Viejo, triste, gris. En un tiempo fue un importante centro de comercio en la ciudad. Hoy no es más que un recuerdo de épocas más simples.

Recorro las calles con la mirada clavada en el asfalto. Aquí aprendí a jugar al fútbol, aquí pateé mi primera pelota, aquí fallé mi primer gol, cuando fallar un gol solo se sentía como la mierda durante un par de minutos, no toda una vida.

Vaya, la cancha donde jugábamos hace décadas no ha cambiado para nada. Sigue llena de tierra, con grietas y meadas de perro en las esquinas. Lo único que evidencia el paso del tiempo es el deterioro de las gradas y el óxido de las metas.

Me sitúo frente al arco por primera vez desde aquella noche. Casi puedo volver a oír los gritos de mis compañeros en el campo. Los vítores que soltaron cuando creían que el gol ya estaba hecho y los gruñidos de frustración posteriores.

—Tú —dice una voz a mis espaldas.

Fantástico. Otra fanático furibundo. Me giro.

—¿Yo?

—Sí, tú eres él.

—Me debes haber confundido.

—No, sí. ¡Tú eres el que jugaba acá de chibolo! Eras el mejor de todos nosotros.

—¿Qué?

—¡Jugábamos juntos cuando éramos niños! ¿Ya no te acuerdas? ¡Miren, chicos, es él!

Un grupo de sujetos desgarbados, panzones y con olor a mierda se acerca y me reconoce.

—¡Sí es él! —afirma la mayoría.

Se susurran cosas, rememorando épocas mejores, mientras yo permanezco inmóvil sin idea de qué hacer, hasta que alguien propone:

—¿Una pichanga por los viejos tiempos?

—Claro, por qué no —sale de mi boca.

Nadie menciona ningún gol fallido. Jugamos. Y, por primera vez en varios años y quizá última en muchos más, no detesto el deporte ni me preocupo demasiado por errar.

EuforiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora