Casi ángeles

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La isla de Eudamón

—¡No hay tiempo! —se escuchó con nitidez. Fue un grito ofuscado, impaciente y, sin embargo, gracioso, surgido en medio de un grupo de albañiles que daban los retoques finales a la gran mansión que estaban construyendo. Era el 11 de febrero de 1854. Estaban agotados y acalorados, querían terminar de una vez, pero un hombrecito pequeño, que caminaba con pasos largos sosteniendo una ridícula sombrilla blanca, los retenía, mientras mostraba la hora en un reloj de bolsillo.

 El doctor Inchausti, elegante y solemne, se acercó al grupo y medió en la discusión. Aunque el sol del mediodía estaba insoportable y los hombres corrían el riesgo de insolarse, el hombrecito, vestido con pantalón blanco, camisa blanca, levita blanca y zapatos blancos, gritaba muy irritado que debían terminar de colocar el reloj en ese mismo momento. —¡Es muy importante, Inchausti! —le dijo con irreverencia y tono desafiante al doctor, a quien nadie llamaba «Inchausti» a secas. El doctor Inchausti no toleraba los atrevimientos y, además, era muy considerado y afectuoso con sus empleados. Sin embargo, el hombrecito contestó como si ignorara que se trataba de uno de los hombres más ricos y respetados de la ciudad, y con más influencia. —Inchausti, este reloj tiene que estar funcionando en dos horas. ¡No hay tiempo! —dijo, mientras clavaba su mirada en el doctor. Una hora más tarde, los albañiles y el carpintero terminaban de empotrar el gran reloj que coronaba el altillo de  la mansión. Inmediatamente después, cinco ancianos de estatura casi idéntica, todos con rasgos y atuendos indígenas,

 

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entraron en la casa y subieron hasta el altillo, donde los esperaba el hombrecito de blanco. Los ancianos indígenas abrieron sus morrales, de los que empezaron a sacar cientos de piezas de relojería de todos los tamaños. Con una precisión admirable, en pocos minutos armaron el mecanismo del gran reloj. El hombrecito de blanco abrió una pequeña valija blanca, de la cual sacó un cofrecito de madera, también blanco. Y de éste, una pequeña pieza de metal gris. Tendió su diminuta y delicada mano, y colocó la pieza dentro del mecanismo del reloj. Los cinco ancianos y el hombrecito de blanco miraron el reloj durante unos cuantos segundos, hasta que el minutero marcó por fin el primer minuto. Y así fue cómo el imponente reloj construido por los maestros relojeros prunios comenzó a funcionar. Y funcionó a la perfección, sin adelantar ni atrasar, ni detenerse jamás, durante exactamente 177 años, 9 meses, 11 días y 7 horas. Una vez terminado el trabajo, el hombrecito salió al jardín trasero de la mansión, donde el doctor Inchausti mostraba a su joven mujer y a su pequeño hijo los árboles que había hecho plantar. El hombrecito de blanco interrumpió la charla del doctor y su mujer con su acostumbrada irreverencia. — No se va a romper, pero si se llegara a romper, que no va a ocurrir, claro; pero si llegara a ocurrir, en la improbable eventualidad de que se rompiera, aunque le repito que es casi imposible que eso suceda, no llame a ningún relojero para que meta sus manos. Nosotros vamos a venir a arreglarlo. ¿Está claro? — Está claro —contestó el doctor, conteniendo la irritación que le provocaba ese trato impertinente. — Y cuídenlo bien—advirtió el hombrecito mientras se servía un vaso de limonada, sin que se lo hubieran ofrecido—. No como se cuida a un reloj cualquiera. Tampoco como se cuida a un mueble. Mucho menos como se cuida a un objeto. Cuídenlo como se cuida a un ser querido —indicó con precisión y se bebió de un trago la limonada—. ¡Qué bien me

 

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vino! ¡Qué verano más insoportable! —exclamó—. No entiendo qué le gusta a la gente del verano. Buenas tardes. Y sin decir nada más, se retiró. La mujer miró a su marido, buscando una explicación a su inusitada tolerancia, y preguntó con enorme curiosidad: — ¿Quién es ese hombre? — Es quien me salvó la vida en el Perú —fue la contundente respuesta del doctor Inchausti. Cuando el hombrecito pasó junto al pequeño hijo de la pareja, que jugaba en el jardín, el niño lo miró y le preguntó: — ¿Usted quién es? El hombrecito lo miró, le sonrió y dijo: —Si te diera a conocer mi nombre y te explicara realmente quién soy, no lo entenderías. Diré, solamente, que me dicen «Tic Tac». Y se alejó, mientras abría su ridícula sombrilla blanca. El niño casi hubiera jurado que lo vio desaparecer entre las gardenias.

 

En el instante en que el minutero del reloj de la mansión comenzaba a girar, a 17,8 kilómetros al noroeste de la mansión, en una estancia que también era propiedad del doctor Inchausti, otro grupo de ancianos prunios, comandados por otro hombrecito de blanco idéntico a Tic Tac, ponía en funcionamiento un reloj igual. Yen ese mismo instante, a 17,8 kilómetros al sur de la estancia, en una parroquia del pequeño pueblo de Escalada, otro grupo de ancianos prunios, comandados por otro hombrecito de blanco, réplica de Tic Tac, ponía en funcionamiento un tercer reloj, análogo a los otros dos. En el año 1854 no había aviones ni satélites. Si hubiera habido algo semejante, un observador, desde el cielo, podría haber advertido que durante una fracción de segundo tres puntos emitieron una luminosidad azulada, intensa, y los tres vértices se unieron a través del firmamento, formando un triángulo equilátero perfecto.

La Isla de EudamonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora