Cap 1

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Capitulo 01

La mansión Inchausti

Cuando Bartolomé Bedoya Agüero se enteró de que su tía Amalita había echado escandalosamente a su primo Carlos María de la mansión Inchausti, sintió que ésa era la solución para todos sus males. Todos sus males, en realidad, eran uno solo: la ruina en la que había caído tras dilapidar la fortuna familiar. A  su padre le había llevado toda una vida duplicar la riqueza de los Bedoya Agüero. A Bartolomé, en cambio, le llevó apenas unos pocos años acabar con ella. A pesar de su juventud, ya era un aristócrata en bancarrota, por eso la noticia de la ruptura de su tía con su primo era una buena chance de recuperar la fortuna perdida. Era el día 10 de enero de 1986, y estaba sofocado por el calor que se había acumulado en el pequeño departamento de dos ambientes en el que había recalado con Malvina, su hermana menor, cuando se enteró de la noticia. Lo que había ocurrido era un escándalo: la severa Amalia Inchausti había descubierto que su hijo tenía un romance con Alba, la mucama, y, producto de ese amor, ella había quedado embarazada. En apariencia, no se trataba  de un simple amorío; el joven Carlos María afirmaba estar enamorado de la mucama, y ante eso, la anciana expulsó a ambos de inmediato de la mansión familiar y cortó todo lazo con su único hijo. Siendo viuda, se había quedado completamente sola. Ante ese panorama, Bartolomé se acercó de inmediato a su solitaria tía, con la intención de ganarse su favor. Se vistió con su mejor traje, beige claro, se batió suavemente los copiosos rulos de su cabellera, y se colocó su sombrero preferido, al tono. Se puso unas gotas de perfume, imitación de uno muy costoso, y gastó un dinero imprudente en las masas

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preferidas de su tía. Así la visitó, luego de varios años sin verse, le expresó sus más sinceras condolencias por lo que había ocurrido, y se mostró en un todo de acuerdo con la decisión de limpiar la vergüenza familiar perpetrada por el díscolo de Carlos María. Volvió a visitarla el sábado siguiente, y el siguiente, y el siguiente. Y pronto la visita de los sábados se transformó en una costumbre: tomaban el té con masas y hablaban de la desfachatez del primo en persistir en darle un apellido tan ilustre a una simple mucama. Amalia no quería ni oír hablar de su hijo, ni de la mucama, por supuesto, ni del nieto que le darían. —Soy una pobre viuda sin hijos —sentenció con frialdad la amarga anciana. —Sin hijos no, tiíta... Yo la quiero como a una madre, ¡quiérame como a un hijo! —suplicaba Bartolomé, pensando en los millones que podría heredar de ella. Al poco tiempo empezó a visitarla dos o tres veces por semana. Se convirtió en su confesor. Más tarde comenzó a ocuparse de sus asuntos y finalmente consiguió llevarle las cuentas. Fue ahí, al inmiscuir sus narices en los libros contables, cuando su ambición descomunal encontró una medida tan inmensa como la fortuna de Amalia Inchausti. En sus visitas  cada vez más frecuentes, Bartolomé comenzó a advertir que el ama de llaves, la severa Justina, quien vestía siempre de negro y llevaba el pelo recogido en un turbante, lo miraba de manera sugestiva. Sus grandes ojos negros expresaban algo inequívoco: amor. Bartolomé se aprovechó de eso, y generándole expectativas que nunca respondería, se ganó su favor. Era bueno tener de su lado a la persona de mayor confianza de la anciana. Unos meses más tarde, el 21 de septiembre de 1986, Amalia recibió un escueto telegrama de su hijo, en el que le comunicaba que ese día había nacido Ángeles Inchausti, su nieta. Bartolomé temió que ante esa noticia la vieja se ablandara y recompusiera los lazos familiares, pero lejos de conmoverse, Amalia se enfureció aún más, indignada Con la idea

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de que esa bastarda llevara su ilustre apellido. Y nuevamente se negó a ver a su hijo y, sobre todo, a su nieta recién nacida. Poco a poco, Bartolomé fue ocupando el lugar del desterrado, y logrando que su tía lo quisiera como a un hijo. Albergaba la esperanza de que, llegado el momento, pudiera heredarla. Un día abandonó el caluroso dos ambientes en el que vivía con su hermana y ambos se mudaron a la mansión, en la que ya casi ni se hablaba del primo, ni de la mucama, ni de la nieta. Era como si nunca hubieran existido.

La Isla de EudamonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora