cap 1 parte 2

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saltando entre las ortigas que, si no respiraba, la ortiga no lo lastimaría. Una tarde de verano estaban jugando en el arroyo y Juan tuvo una sensación, como un animal que presiente un peligro aun antes de que éste sobrevenga. Juan era puro instinto, y ese día sintió que algo cambiaría, y para siempre. Al volver a la casa, el Melli enfiló hacia el camino largo. Pero Juan sintió que tal vez ésa era la última chance que tendría de hacerlo. Entonces miró a su hermano, en quien confiaba más que en nadie. —¿De verdad la ortiga no arde si no respirás? —preguntó. —Te lo juro, Juancito, vos me viste. — ¿Y cómo es? —Vos nada más tenés que respirar hondo, aguantar el aire, y mandarte. No tengas miedo, dale. Juan lo miró. Ésas eran las palabras mágicas. «No tengas miedo». Si el Melli lo decía, era hora de superar lo que le impedía hacerle frente a ciertas cosas. Ambos  cruzaron el alambrado. Se pararon al borde de las ortigas.  Se miraron. Se sonrieron. No eran gemelos idénticos, eran bien distintos, pero si alguien los hubiera visto en ese momento, no lo habría dudado: ¡eran tan hermanos! El Melli lo miro, le hizo un gesto, y respiraron bien hondo. Cerraron la boca, contuvieron el aire, y el Melli empezó a correr. Y Juancito lo siguió. Ambos corrieron unos cien metros hasta llegar a un claro. Ahí soltaron el aire. — ¿Y? —preguntó el Melli, adivinando la respuesta. — ¡Es verdad! —exclamó fascinado Juancito—. ¡Ni arde, ni pica! ¿Cómo puede ser? — No sé, ¡pero es! ¡Vamos! Volvieron a tomar aire, y vuelta a correr. Y así atravesaron el campo de ortigas, sólo deteniéndose para respirar un poco y volver a correr. Al llegar a la casucha donde vivían, se encontraron con varios hechos extraños. El primero, en el patio de la casa había un señor y una señora muy bien vestidos. El segundo, la madre de ambos estaba con la cabeza gacha, con una

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expresión más o menos compungida, casi llorando. Eso era algo muy extraño. Y lo  tercero, sobre una mesa había un televisor. Eso sí que era raro. No tuvieron tiempo de festejar, ya que antes de abrir la boca, el padre, severo, les informó que el Melli  se iría con los señores, ya que lo iba a adoptar una familia de la Capital. Y no dijo más. Ambos hermanos se miraron. Sus corazones se estrujaron a la par. Desgarro y dolor. Y rebeldía. Pero al papi no se le discutía. Al papi sele hacía caso, y se le tenía miedo. Juan pensaba que no podría sobrevivir sin su hermano. Tenían ambos siete arios, y apenas si sabían decir no. Juan estaba sentado en el fondo, dándole la espalda a la partida de su hermano. El Melli se acercó, y le dijo que lo dejaban ir a la ciudad con él, y despedirse allí. Juan asintió, y fue calladamente hasta el auto de los señores bien vestidos, que le abrieron la puerta con una sonrisa, y él subió. Cuando se cerró la puerta, el auto arrancó. Juan se alarmó porque el Melli aún no había subido. Miró por la ventanilla, y vio que lo saludaba con gran tristeza en su rostro. La mujer bien vestida giró y sonriente le dijo: — Así que te dicen Melli... — No, a mi hermano le dicen el Melli. —Mejor te vamos a llamar por tu nombre, es más lindo, ¿no? ¿Te llamás José? Aun con siete años y sus pocas luces, Juan comprendió lo que estaba ocurriendo. José, el Melli, su hermano, el que no le tenía miedo a nada, se había asustado. Lo asustó la idea de ser adoptado, de dejar el monte y la familia. Y por miedo lo había mandado a él en su lugar. Su hermano, una parte de sí mismo, lo había traicionado. Desde ese momento, su vida cambió para siempre. Su familia lo había entregado a cambio de un televisor. Blanco y negro. Y así fue  su vida a partir de ese día: en blanco y negro. Su mutismo desconcertó a la familia adoptiva. Nunca se adaptó. La nueva madre terminó rechazándolo y los días en esa casa fueron un infierno. Hasta que escapó.

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Vagó por la ciudad, por la vida. Conteniendo el aire, como en un gran campo de ortigas. Desde la traición del Melli, de su otra mitad, ya no podía confiar en nadie. Se metió en problemas. En muchos problemas. Terminó rodando por institutos y reformatorios. A esa altura, el miedoso Juancito se había convertido en puro resentimiento. Ya no le tenía miedo a nada. Sólo al Escorial, un reformatorio para niños y jóvenes problemáticos. Un robo, una pelea callejera, un policía y la intervención de un asistente social. Pero algo ocurrió a último momento. Alguien lo rescató. Alguien evitó su traslado al Escorial. Y en su lugar, lo llevaron a una fundación, la Fundación BB. Su instinto le decía que ese señor de rulos y sonrisa falsa era peor que un campo de ortigas. Tenía once arios, mucho resentimiento y mucho odio acumulados cuando llegó a la Fundación BB. Allí conoció a un chico rubio y de ojos tristes que se llamaba Ramiro, quien seriá, con el tiempo, su hermano, esa mitad que perdió el dia, que el Melli lo traicionó.

La Isla de EudamonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora