18. Cuánta razón tenía Amy.

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Dicho y hecho. Al siguiente día de trabajo, Bubbaloo no tuvo otra mejor idea que ir a visitarme. Mi cara quedó estupefacta al verlo cruzar la puerta. Seguramente estuviera del mismo color de mi cabello. Un calor me invadió de repente, y quedé cual estatua, sin poder reaccionar ni moverme. Ni Amy, ni mis abuelos sabían quién era, por lo que actuaron como si fuese un cliente común. Créanme que común no lo era, en ningún sentido de la palabra. Caminó mirando a sus alrededores, como si buscara algo en particular, hasta pararse frente a mí, del otro lado del mostrador.

–Buenas tardes muchacho –saludó mi abuelo, pronto para atenderlo.

–Buenas tardes señor. Bunas tardes Daniela –dijo dirigiendo la mirada hacia mí. Mi abuelo me miró confundido, al igual que Amy, quien levantó la vista de su móvil para observar qué era lo que sucedía y por qué aquél chico tan sexy sabía mi nombre.

–Ho... Hola –hablé tartamudeando.

–¿Puedes darme un paquete de chicles de menta? –me preguntó señalando la caja que los contenía.

–Sí –respondí en voz baja. Yo también estaba confundida, y enojada a la vez, ¿qué hacía aquí? ¿Para qué había venido? Mis manos torpes dejaron caer el paquete a mitad de camino cuando lo agarré. Tuve que agacharme y volver a tomarlo desde el suelo.

–Gracias. ¿Cuánto es? –preguntó apoyando sus codos sobre el mostrador y adelantándose innecesariamente, ocupando más espacio y haciéndose parecer más grande y fuerte. Mi cuerpo comenzó a temblar sin razón alguna. Tuve que apoyarme sobre el mostrador para no perder el equilibrio. ¿Cómo era posible que aún, después de todo lo que habíamos vivido, él todavía tuviera ese efecto sobre mí?

–Son diez pesos –intenté sonar firme. Pero realmente no sabía si lo había logrado.

–Bien –sacó una moneda de su bolsillo y me la entregó.

Le agradecí.

–Ah, y dame dos chicles Bubbaloo –habló señalando los de envoltorio celeste. No pude evitar soltar una pequeña risita por la ironía, la cual nadie notó.

–Son seis pesos –volví a decirle, entregándole los chicles.

Me guiñó un ojo, y al darme las monedas, aprovechó para acariciar mi mano en el roce. No pude evitar sentir un escalofrío por mi cuerpo, porque sabía con las intenciones que lo hacía.

–Adiós –dijo marchándose. Mi abuelo le devolvió el saludo.

Esto no se podía quedar así. Tenía que averiguar por qué estaba aquí.

Lo vi salir por la puerta y marcharse, a lo que tuve que pedirle permiso a mi abuelo para poder salir y hablar con Mathías.

–¡Espera! –grité ya en el exterior.

Él se giró confuso. Corrí unos pasos hasta alcanzarlo, y así también evitar que mis familiares no me vieran a través de la ventana lo que hacía con el chico. Nunca sabía qué esperar de él. Podía besarme de la nada, o podía tirarme al piso y... no sé qué digo.

–Hola –me saludó cuando estuve enfrente.

–¿Qué haces aquí? –me crucé de brazos.

–Nada, sólo vine a comprar chicles –elevé mis cejas, esperando a que siguiera su oración–. Bueno, y también quería visitarte.

¿Cómo era posible que todo se lo tomara como si fuera un juego?

Rodé mis ojos y suspiré.

–Te lo merecías por no haberme dicho que trabajabas.

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