Un nuevo día comenzaba, un día de sol y lluvia a la vez. Así el tiempo vacilaba a todos los habitantes en Minddey City, contradiciendo los pronósticos meteorológicos de que hoy se caería el cielo. Horas antes, el sol parecía mostrar una cálida sonrisa caricaturesca como en dibujos animados. Aquello, ocurría luego de que la pobre ciudad saliera del azote sin piedad de una lluvia torrencial y unos vientos huracanados jamás vistos en la historia de Minddey.
Un martes inusual, donde el cacareo de los gallos citadinos se oían siempre con algo de retraso, procedentes del gallinero de algún vecino quisquilloso. La gente comenzaba a espabilarse de su sueño comatoso, haya sido idílico, como estar en una fábrica de chocolates junto a Willy Wonka o una pesadilla horripilante al oír a un acreedor tocar la puerta. Lo importante era despertar con buen semblante, aunque sea hasta la hora del almuerzo.
Minddey era una ciudad apacible y hospitalaria. Ignorando los asaltos bancarios matutinos, esta historia nos lleva a la casa de los Bennek. Una familia de ascendencia española amontonada en una vivienda pequeña de dos plantas, con una fachada, aburridamente, prolija: algo futurista para un viajero en el tiempo.
Esa misma mañana, el sueño de un muchacho sería interrumpido de manera increíble, pero no por un despertador, ya que este se encontraba en el relojero luego de un acto de magia fallido, sino por una extraña presencia en forma de silueta algo regordeta y grasienta, que se escurría por la puerta e ingresaba a la habitación. Obviamente, no era un animal o un mutante de Marte, sino su amorfo padre, el señor Charlie Bennek, el dueño de una pequeña fábrica de chocolates y adicto a las películas Spaghetti Western.
—Hijo, mío, levántate. Hoy estoy de buen humor —dijo su padre en clara muestra de que no era cierto.
La expresión de su rostro era similar a alguien que acababa de defraudar al fisco.
—¡Despierta, mocoso! —insistió Charlie cambiando el tono de voz por uno de transportista—. Tengo que decirte algo importante antes de que me olvide o cambie de humor.
Esas palabras eran insuficientes, ya que no había señales de movimiento del muchacho que permanecía bien apoltronado en su cama, como momia embalsamada por cobertores suaves de alpaca.
—¡Me voy a llevar tu teléfono!
El joven dormilón, que no pasaba los dieciséis años, movió un poco los brazos y las patas. Se cubrió la cabeza con la almohada y volvió a dormirse. Ni un insecto, como un escarabajo, iba a ser capaz de hacerlo saltar de la cama.
—Bueno, tienes cinco nanosegundos para abrir esos ojos de chimpancé somnoliento o vendo tu Alienware con todos tus programas, juegos y fotos de Choë Moretz en bikini.
Sorpresivamente, el joven empezó a moverse como carnada de pesca. Se dio la vuelta y abrió sus grandes ojos atabacados y, al mismo tiempo, tiró los cobertores, dejando ver su colorida pijama. Se sentó en la cama y empezó a dar gruñidos al igual que su perro Peluchín.
—¿Eh...? —empezó a balbucear el adolescente Jeremy con un ojo abierto —¿Eres santa, verdad?
—No, Jeremy. Es la enésima vez que me confundes con el gordo pascuero. He subido algo de peso y el cinturón ya no me queda, pero no es razón para que siempre me confundas de esa insolente manera.
—¡Padre! —exclamó Jeremy al ver a su padre en su alcoba—. Casi nunca entras a mi alcoba, más que para llevarte algo.
—¡No Jeremy! Hoy no vengo a eso..., lo que quiero decir, es que ahora vine a decirte que hoy es el cumpleaños de Peluchín.
—¡Y también el mío!
—Claro, no lo he olvidado, hijo.
—¿Me regalarás algo mejor que un disgusto?
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Fusión punzante ©
HumorUna serie de situaciones hilarantes, conectadas entre sí, involucrará a unos personajes bastante singulares. Un estilo de humor que juega un poco con la cultura popular y con situaciones que rozarán lo absurdo por momentos. Historia destacada en el...