Historia de Joel y Melvin

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Era casi mediodía según el reloj de péndulo. Toda la familia Salazar se reunía en la mesa para el banquete, y Joel era el primero en sentarse. Esta vez, no llegó a destrozar la mesa como antes. Su hambre tenía más autoridad que sus padres. Joel era un mozalbete de quince años, nacido en el seno de una familia cristiana de clase media, muy apegada a la disciplina y alejados de la vida materialista de familias de las altas esferas, donde los plutócratas suelen limpiarse el culo con billetes de cien dólares. El muchacho no era de seguir muy bien las directrices y viejas costumbres de la familia. Pero, en cambio, su hermana Mimí, un año mayor que él, era la hija disciplinada, obediente y consentida: la pesadilla de cualquier novio rebelde. 

Ese día tenían dos visitas muy especiales. Uno era el adorable gato negro del tejado, que daba buena suerte a la familia, y luego estaba Melvin: un chico heterosexual, remilgado y estudioso. El mejor amigo de Joel, aunque antes, paradójicamente, eran enemigos mortales. Pero, por suerte, terminaron siendo buenos amigos antes de llegar a cometer homicidio. Invitar a alguien a la casa podía convertirse en un almuerzo apacible y ameno, o terminar con la casa en ruinas. Decidieron arriesgarse. 

—¡Silencio, por favor! —exclamó la mamá de Joel—. Oremos por esta comida, y por estar juntos otro día en familia. 

Su madre, Betty Méndez, era una ama de casa y cristiana devota que seguía al pie de la letra las normas de la casa, junto a su esposo, Moisés, igual de riguroso. 

Todos, ya sentados en la amplia mesa, agacharon la cabeza y pusieron las manos en señal de oración. 

—«Te damos gracias, señor, por estos alimentos que de tu bondad vamos a tomar, y también te damos gracias por un día más que nos das el pan y permites que nos reunamos aquí en la mesa. Amén». 

Amén, dijeron todos. 

—¡Alto! —protestó Betty—. Todavía no es medio día. Faltan unos segundos. Ustedes saben que ser paciente y consecuente da sus frutos. 

—¡Mamá, el hambre ya me está comiendo! —dijo Joel moviendo sus manos en dirección a la canasta de panes. 

—¡Joel, obedece a tu madre! —dijo Moisés con la vista en dirección al tenedor. 

—Aprende de tu hermana —exclamó su madre—. Tu hermana es una niña disciplinada y obediente. Y tú, Joel, que solo blasfemas y andas sucio y maloliente. 

—Solo cuando vengo de jugar fútbol, mamá. 

—¿La cancha era un charco de lodo? —susurró su hermana Mimí. 

—¡Era una cancha convencional, Mimí! —protestó Joel. 

—¡Joel, tu amigo Melvin es nuestro invitado, así que siéntate bien y no seas maleducado! 

Joel cerró la boca y cruzó los brazos en señal de una tremenda ira. 

—Tres, dos, uno... Ahora sí. Ya podemos servirnos —dijo Betty—. En el gozo de nuestro señor y, gracias a él, que nos da este honor. 

Todos, al mismo tiempo, se pusieron a merendar en silencio una comida hecha con ingredientes traídos desde Judea. Cualquier ateo pediría más enseguida. 

—Joel, ¿puedes dejar de ser un cerdo un momento y comer despacio? Te puedes atragantar —susurró Mimí—. Tú también Melvin. 

—Me falta mucho para ser cerdo, hermana —respondió Joel sin despegar la mirada en su plato—. Además, tengo que terminar para ir a hacer mis deberes. 

—¿Deberes? Hace mucho que no escuchaba eso —inquirió Mimí. 

Al terminar todos de llenar la panza con semejante banquete digno de un luchador de Sumo, Betty se levantó para ir al fregadero a triturar los platos. Mimí se marchó a su alcoba y, antes de que Joel se levantara, su padre hizo un ademán para que se quedara en su asiento, junto a Melvin. Luego, clavó su mirada asesina de Terminator a su segundogénito. 

Fusión punzante ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora