En 1961 tuvo lugar un singular experimento con la intención de averiguar si las personas corrientes son capaces de realizar actos tan brutales como electrocutar a otro individuo, simplemente por imposición de una autoridad, o de alguien a quien se considera como responsable. Este estudio fue bautizado como el “Experimento de Milgram“, en honor al psicólogo de la Universidad de Yale Stanley Milgram, y cuyos resultados sería publicados en 1963 en un artículo titulado “Estudio del comportamiento de la obediencia”.
Para este estudio se requería la participación de dos personas supuestamente voluntarias, una de las cuales era un actor contratado por Milgram, y la otra un voluntario real y desconocedor de la condición de su compañero de experimento. Luego se les situaba en habitaciones contiguas y se les comunicaba por medio de unos micrófonos y altavoces, quedando ambos aislados visualmente. El objetivo era que el voluntario real fuese administrando descargas eléctricas a su compañero en función de si contestaba correctamente unas preguntas.
La explicación que se daba al voluntario era que se pretendía saber si el dolor podía servir para reforzar el aprendizaje del receptor, y se le aseguraba que éste no recibiría jamás un daño serio para su salud. El pago se efectuaba por adelantado y se les conminaba a abandonar el experimento en el momento en que lo creyesen necesario.
Estas descargas serían sucesivamente más potentes (desde los 15 hasta los 165 vatios), y se pretendía determinar hasta que punto una persona puede infligir dolor a otra siempre que una autoridad superior (en este caso el Dr. Milgram) se lo ordene, pasando por alto sus propias convicciones morales.
El punto de inflexión llega cuando la descarga supera los 150 vatios, momento en que el actor asegura estar sufriendo un fuerte dolor en el pecho, y que no quiere continuar con el experimento. Pese a sus súplicas, el Dr Milgram instaba al voluntario a seguir dando descargas al angustiado receptor, algo que la mayoría de participantes hicieron. Resulta inquietante que un 65% de los voluntarios hicieran caso omiso de su propia conciencia al aceptar órdenes que puedan provocar un daño grave en otra persona, e incluso la muerte por infarto.
Este curioso experimento se repitió hace algunos años en un magnífico documental francés titulado “El juego de la muerte”, que recomendamos fervorosamente. ¿Es malvado el ser humano por naturaleza? ¿Es simplemente cobarde a la hora de desafiar a una autoridad? Saquen sus propias conclusiones.