Era una tarde de otoño, las hojas anaranjadas empezaban a caer y que con una suave brisa de que apenas podia percibirse parecía que bailaban en una perfecta armonía que parecia prediseñada o por el contrario podía ser algo completamente al azar, como un juego de esos tiernos niños que algún día fuimos, esperando su momento de caer al suelo, como yo que en ese momento estaba sentada, a un lado, observando, bajo un árbol, o lo que antes fue un árbol, ese majestuoso Pino que años atrás había plantado con alguien especial, pero que ahora no era mas que un tronco seco y sin vida casi arrancado del suelo por las tormentas que ahora no eran más que recuerdos, que como las hojas de verano se fueron volando con la brisa de otoño para así perderse en el infinito; el infinito, que curiosa palabra, ¿Qué es el infinito?, tal vez nunca lo sepa pero al ver esas hojas caer pienso en un mundo donde todo es posible, donde no sólo puedes dejar volar tu imaginación, si no tu imaginación hace volar el mundo.
Todos los días me siento en el mismo lugar, junto al mismo tronco, cuando apenas el sol se ve en las mañanas y al meterse por el horizonte al anochecer, al estar ahí me voy sin irme, es empezar a nadar en ese mar de ideas que brotan de mi mente y empiezan a llevarse todo menos a mi, es maravilloso, sería mi lugar favorito en el mundo si fuera real, pero al menos para mi lo es. Ahí puedo ser quien quiera, sin miedo a nada, es como soñar sin estar dormido, son mis reglas, mis ideas, es mi imaginación.
Un mundo ideal.