Amago

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Abrió la ventana con cuidado, para no hacer ruido, sin mirar a su alrededor, seguro de sí mismo. Puso un pie en el interior de la casa y esperó unos segundos antes de meter el otro. Se paró a escuchar mientras cerraba la ventana. La oscuridad se había comido la ciudad, así que no corría peligro de ser visto. Dio las gracias al oportuno apagón mientras examinaba el salón, aunque no había mucho que ver.

Pronto, sus ojos se habían adaptado a la oscuridad. Fue entonces cuando empezó a caminar en busca de su presa. La había estado observando durante dos semanas antes de decidir el momento oportuno. Sabía en qué momentos estaba sola y, de todos, ese era el mejor. Subió las escaleras, hacia la planta dónde supuso y acertó que estaban las habitaciones. Todas las puertas estaban abiertas, lo que le facilitó localizarla. Desde su posición, solo podía ver un bulto entre las sábanas, pero fue suficiente para dar por sentado que era su víctima, durmiendo plácidamente.

A pesar del calor que hacía, no le sorprendió que la mujer estuviese tapada hasta arriba. Él también lo hacía. Era una de las costumbres que cogió de niño, cuando se protegía de los monstruos con la sábana. Ahora el monstruo era él, y eso le provocó una sonrisa.

Se acercó hasta llegar al cabezal de la cama y se quedó quieto para poder saborear el momento. Sabía que, cuando hiciese su primer movimiento, todo sucedería a cámara rápida. Tenía que prepararse para ser capaz de memorizarlo todo. Contó hasta tres y tiró de la sábana mientras saludaba de la forma que más le gustaba hacerlo. Susurró:

–Bu.

Se le rompieron los esquemas cuando vio que, su víctima, era un montón de almohadas colocadas de forma perfecta para formar una silueta de una mujer real. Desconcertado a la vez que furioso, se agachó para mirar bajo la cama. Tampoco estaba. Se levantó examinando cada rincón que le permitía su posición y, cuando terminó, se giró para hacer lo mismo al otro lado.

Lo que vio le dejó helado. Una chica de unos diecinueve años estaba ahora varios metros frente a él. Estaba claro que no era su víctima.

–Bu –se burló la chica mientras le quitaba el seguro a su pistola.

El hombre tragó saliva. Ni siquiera llevaba un arma en la mano, aparte de un trapo con cloroformo que pretendía usar para dormir a su presa de nuevo. Se quedó paralizado. Sabía que, si se movía, la chica dispararía antes de poder alcanzarla. Confió en tener posibilidades si lograba que bajara la guardia, así que decidió empezar una conversación. ¿Qué otra cosa podía hacer, sabiendo que su alternativa era la muerte?

–No te esperaba.

–Tranquilo, yo a ti sí –respondió ella.

Su tono de voz denotaba calma. Seguro que había hecho aquello más de mil veces antes. Él también parecía tranquilo, aunque por dentro no lo estaba. Aunque fuese a morir, debía terminar su misión. Sabía que la chica no iba a ponérselo fácil, pero aun así lo intentó.

–¿Dónde está?

–En la recámara –respondió ella sin vacilar– ¿Es que quieres verla ya? –Preguntó fingiendo estar decepcionada –, de rodillas.

Hizo un gesto hacia abajo con la pistola, señalando el suelo. El hombre obedeció sin replicar. Ya había asumido su destino. En el fondo, recordó haberlo asumido en aquel momento en el que disparó por primera vez el gatillo, aunque no pensaba que ocurriría esa noche.

En ningún momento dejó de mirarla a los ojos, desafiante. La chica examinó al hombre durante unos segundos con el rostro inexpresivo. Ladeó la cabeza a la derecha y a la izquierda, provocando que le crujiera el cuello. Dios sabe cuánto tiempo estuvo esperando antes de que el hombre llegara. Parecía cansada, pero tenía todos los sentidos fijos en su objetivo.

–¿Unas últimas palabras? –le concedió la chica.

–Púdrete en el infierno –respondió él, escupiendo las palabras.

–Vaya, ¿eso significa que crees en Dios? –preguntó ella, divertida– Lástima que estés en su contra. Te hubieras ahorrado un montón de problemas... Como este, por ejemplo.

Apretó el gatillo y acertó entre ceja y ceja. La pistola apenas hizo ruido. El hombre cayó hacia atrás, impulsado a causa del impacto de la bala atravesándole el cráneo. Se había acabado para él.

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