-Voy a estar bien, mamá. No te preocupes, ¿sí?- le dije mirándola a los ojos, intentando convencerla de que iba a salir con vida de ese quirófano.
-Lo sé, hijo- me contestó agarrándome fuerte la mano, mientras agachaba la mirada, señal de que me mentía.
Era imposible que no se preocupe. La conocía tanto, incluso más que a mí mismo. Mi madre es de esas mujeres que dan la vida por sus hijos. Muchas veces la vi dejar de comer con tal de saciar el hambre de mis hermanos o el mío. Y yo, al ser el mayor de los cuatro, siempre fui su mayor pilar. Siempre vivimos en la misma casa, humilde pero acogedora. Todos le decían la “casa cruz”, porque si la mirabas desde arriba del árbol de enfrente veías como el baño era la punta de una cruz, las dos habitaciones formaban la línea horizontal, y la cocina-comedor, el tronco largo de abajo.
¿Mi papá? No, mi papá nunca estuvo. Él se dedicó al alcohol desde que tengo uso de razón. No tengo ningún recuerdo de mi papá sobrio. Era imposible mantener una conversación coherente con un hombre como él. A los 13 años, cansado de ver a mi mamá limpiando casas para darnos de comer y mantener a la familia, mientras que él se la pasaba tirado en la vereda con una caja de vino en la mano, decidí enfrentarlo.
Jamás voy a olvidar esa imagen: tenía puesto ese jean roto, todo sucio; una camisa verde oscura con el bolsillo descocido y manchas de vino en el pecho, y unas zapatillas blancas de lona llenas de barro. Estaba sentado en el escalón de la puerta de casa. Yo, que estaba parado en la vereda del frente, lo miraba con el terror de siempre; ese miedo que me hacía transpirar las manos y temblar las rodillas. Crucé la calle y me paré delante de él. Era increíble su capacidad de hacerme sentir tan pequeño ante su presencia. Hizo el intento de ponerse de pie, pero el alcohol lo impidió. Levantó la vista y me dijo:
-¿Qué querés?
Respiré profundo, pensé en mi mamá y en todo el sufrimiento y maltrato que soportaba por parte de él, y me animé.
-Quiero muchas cosas, pero sobre todo quiero que te vayas de aquí, que dejes a mi mamá en paz.
Sentía cómo la transpiración me corría por la espalda y las rodillas se me aflojaban cada vez más. Nunca estuve tan nervioso en mi vida. Respiré de nuevo.
-¿Por qué no te vas y hacés tu vida en otro lado? Nosotros no te necesitamos. Si tanto te enoja que mi mamá te prohíba tomar, ¿por qué no te vas a tomar tranquilo lejos de nosotros? Yo te prometo que no te vamos a molestar nunca más, pero andate. Bien lejos. No nos digas dónde. Yo me voy a encargar personalmente de que ninguno de mis hermanos, ni mi mamá, te busquen alguna vez.
Cuando me di cuenta lo que estaba diciendo, no pude creer. Me había sacado la mochila más pesada que tuve sobre los hombros durante toda mi vida. De repente lo vi agarrarse del marco de la puerta, hizo fuerza para pararse y logró mantenerse en pie durante unos segundos. Yo estaba seguro que me iba a pegar, pero apoyó su mano en mi mejilla derecha y me dijo:
-Ya sé que soy el peor. Perdoname. Cuida a la familia.
Esa fue la última vez que vi a mi papá. Nunca más apareció. Desde ese momento me convertí en el hombre de la casa. Desde los 14 años que trabajaba en el almacén de Doña Tita, la señora de la esquina, ayudándola con la reposición de la mercadería. Hoy, con 26, ya manejaba el local y Doña Tita se dedicaba sólo a llamar a los proveedores y a ver sus novelas favoritas de la tele. Con mi sueldo y el de mi mamá, mantuvimos la casa durante todos esos años mientras mis hermanos terminaban la escuela. No éramos ricos, pero vivíamos bien. Doña Tita me hacía descuentos en el almacén y gracias a eso pudimos darnos algunos gustitos con los ahorros que íbamos guardando. Pudimos construir dos habitaciones más en la casa, una para mi mamá y otra para mi hermana que estaba por tener un bebé; compramos colchones nuevos para todos; pintamos la cocina y también logré comprarle la famosa heladera nueva con la que tanto soñaba mi mamá. Sólo nos faltó el perro. Yo siempre quise uno, pero por el momento, no se podía.
Un día, mientras ordenaba unas cosas en el almacén, sentí una presión en el pecho muy fuerte. Me senté un rato pensando que había hecho un mal esfuerzo. Tomé un poco de agua, respiré profundo pero me costaba y el dolor se intensificaba. Empecé a ver borroso, a sentirme mareado y de repente vi como todo se volvía negro. Cuando me desperté, vi a mi hermano sentado al lado de la cama.
-¿Estás bien? ¿Necesitás algo? ¿Cómo te sentís?- me dijo asustado.
-Sí, sí. Estoy bien. ¿Dónde estamos?
-Estamos en el hospital. Me llamó Doña Tita llorando, diciendo que estabas tirado en el almacén, que te habías desmayado y que no podía levantarte sola. Llamé una ambulancia y me fui hasta ahí. Recién te hicieron algunos estudios y ahora estamos esperando los resultados. Qué buen poder de resumen ¿no?
-Sos un tarado- le dije enojado, no era momento para sus bromas-¿qué dijeron los médicos? No me acuerdo nada de lo que me decís.
-Qué mala onda, che. No dijeron nada todavía, van y vienen pero no dicen nada. Te pusieron un medicamento en el suero, te tomaron la presión y anotaron un par de cosas en esa carpeta- dijo señalando la mesa que estaba a los pies de la cama, donde había una carpeta con hojas.
De repente se abrió la puerta, entró una médica de pelo largo, anteojos y pecosa.
-¿Cómo estamos?-dijo
-Bien, no sé. No entiendo qué me pasó- le contesté.
-Tranquilo. Te hicimos algunos estudios, pero todavía nos quedan algunos pendientes. Vas a quedar internado durante unos días para que podamos completar los estudios que nos quedan.
-No me puedo quedar, tengo que ir a trabajar.
-No podés irte, tenés que estar bajo observación médica.
-Usted no entiende, doctora. No me puedo dar el lujo de no ir a trabajar porque ustedes me quieren hacer estudios.
-Sí, entiendo. Pero va a ser peor que vayas a trabajar y te vuelvas a desmayar, porque eso te va a pasar si salís del hospital. No seas cabeza dura y descansá. ¿Entendido?
-No se preocupe Doc.- interrumpió mi hermano- yo me encargo del cabeza dura. No se va a ningún lado.
No me dejaron ir, así que no me quedó otra opción que descansar. Llamé a Doña Tita para contarle lo que había pasado porque mi hermano me dijo que estaba muy asustada. Le dije que se quedara tranquila, que yo estaba bien y que mi hermano se iba a hacer cargo del negocio.
-No importa el negocio mientras vos estés bien- me dijo. Ella siempre nos cuidaba como si fuésemos sus hijos.
Pasaron varios días y seguíamos haciendo estudios. Ya la odiaba a la doctora, no soportaba el olor a hospital y me enfermaba el sólo hecho de tener que dormir en ese lugar. Quería irme a mi casa. Mi mamá venía todos los días, a la tarde, cuando salía de trabajar. Uno de esos días, mientras hacíamos un crucigrama, entró la doctora a la habitación acompañada por dos médicos más.
En un comienzo pensé que estaba soñando. Me sentía como aturdido, mareado. Abría los ojos bien grande para aclarar la vista o para despertarme. No entendía bien. Las voces de los tres médicos me daban vuelta en la cabeza con mil preguntas por segundo. ¿Sentís mareos? ¿Te cuesta respirar? ¿Te cansas más rápido que antes? ¿Sentís presión en el pecho, como si alguien te estuviera apretando con sus manos?...y las preguntas seguían y seguían. Intenté pararme pero toda la habitación daba vueltas. Uno de los doctores me agarró del brazo y volvió a sentarme en la cama.
-Tranquilo, respira profundo, va a estar todo bien- me dijo.
-¿Qué tengo? Díganme de una vez qué tengo.
-Te vamos a explicar- empezó la doctora-, pero primero queremos hacerte una pregunta.
-¿Más de las que ya me hicieron?
-Sí, esto es fundamental para confirmar el diagnóstico. Queremos saber si antes del episodio del almacén, sufriste de falta de aire en varias ocasiones.
-No. No sé, ¿qué tiene que ver eso con lo que me pasa?
-Por favor, pensá bien. Intentá recordar.
-No, no me falta el aire. No entiendo por qué...-intenté terminar la frase pero mi mamá me interrumpió.
-Muchas veces te faltó el aire. ¿Por qué les mentís a los doctores? Ellos quieren ayudarte, hijo- me corrió la miraba enojada, y siguió- Sí, doctora. Muchas veces lo vi agarrarse el pecho y respirar con dificultad. Se sienta, cierra los ojos y a veces hasta tose un rato largo para intentar recobrar el aliento. Siempre me dice que está bien, que se ahogó; pero a mí me preocupa.
-No exageres, mamá.
-No exagero, es la verdad. Yo te vi y no le voy a mentir a los doctores.
-¿Hace cuánto pasa esto?- dijo la doctora.
Miré a mi mamá y vi la mezcla de enojo y preocupación que tenía en la mirada; así que contesté la verdad.
-Desde hace tiempo, pero nunca pensé que era algo grave. Siempre creí que era por cansancio, por el esfuerzo que hago al bajar las cajas de mercadería desde el camión hasta el almacén.
-En un primer momento te faltaba el aire y después estos episodios ¿comenzaron a ser más fuertes? ¿Como si te oprimieran el pecho?- dijo uno de los doctores.
-Sí, exactamente- contesté.
-Bueno, tranquilo, ¿sí?– rompió el silencio la doctora- Cuando me dieron el resultado de los estudios que te hicimos el otro día pensé que estaba equivocada. Investigué un poco más y mis conclusiones seguían siendo las mismas. Así que llamé a los doctores para que miren tus estudios antes de hablar con vos, y certificar que estábamos en lo correcto.
-Por favor deje de dar vueltas y dígame qué tengo.
-Tenés una afección en la cual se produce el engrosamiento del miocardio, que es el tejido muscular del corazón. Este engrosamiento puede dificultar la salida de la sangre del corazón, y además lo obliga a trabajar de manera más ardua para bombear la sangre. Se llama miocardiopatía hipertrófica. En estos casos, al corazón le es mucho más difícil relajarse y llenarse con sangre- dijo el Dr. Porter.
-Estas afecciones son hereditarias –continuó el Dr. Blas-, se transmite de padres a hijos como resultado de defectos en los genes que controlan el crecimiento del miocardio.
-Aunque todavía tenemos que seguir haciendo estudios, según los resultados de los que ya tenemos y el síncope que tuviste el otro día…-dijo la doctora, pero la interrumpí.
-Disculpe, ¿qué síncope?
-El desmayo en el almacén fue un síncope. Fue una pérdida de conocimiento de origen cardíaco. Según lo que me contaste, estabas haciendo esfuerzo; y comenzaste a sentir esta presión en el pecho de la que hablábamos antes y te costaba respirar. ¿Estoy en lo cierto? –asentí con la cabeza, y la doctora siguió- Luego de eso, empezaste a ver borroso y perdiste el conocimiento. Cuando llegaste a la guardia te hice un electrocardiograma y noté algo raro, por eso te pedí que te quedaras bajo observación médica. Los síntomas que presentás y el resultado de los estudios que tenemos hasta ahora, nos llevan a sacar la conclusión de que tenés una miocardiopatía hipertrófica.
-¿Y eso cómo se cura? ¿Se cura?
Los médicos se miraron entre sí y el Dr. Porter tomó la palabra.
-Claramente esta afección viene desde hace mucho tiempo y si llegaste a padecer un síncope es porque tu corazón ya no tiene la fuerza suficiente para que hagas esfuerzo. Esos episodios de falta de aire que sufriste antes eran avisos. El síncope es la última alarma. A estas alturas, cualquier medicamento que te demos no va a ayudar a manejar el cuadro, podemos probar si vos estás de acuerdo. Hacemos un tratamiento previo, pero dudo que nos de buenos resultados. Entraste en una etapa de insuficiencia cardíaca donde la opción más adecuada es el trasplante cardíaco.
Ahí empezó el camino más largo de mi vida: la espera. Estaba primero en la famosa lista de espera, por la urgencia con la que se debía hacer la cirugía. Estuve internado ocho meses esperando “mi corazón”, hasta que un día entró la doctora a mi habitación.
-Chico de la 458, ¿estás listo para tener corazón nuevo?- me dijo con una sonrisa inmensa y brillo en los ojos.
-Siempre listo, mi general- le dije haciendo la venia, mientras ella se acercaba a mí para darme un abrazo.
Las lágrimas de emoción no dudaron en salir. La doctora fue una parte tan importante de este proceso; sin ella todo hubiera sido mucho más difícil de soportar. Sí, primero la odiaba pero después nos hicimos buenos amigos. Un par de días después, luego de seguir todas las indicaciones prequirúrgicas que me sabía de memoria, había llegado el momento de la lucha en el ring.
-Voy a estar bien, mamá. No te preocupes, ¿sí?- le dije mirándola a los ojos, intentando convencerla de que iba a salir con vida de ese quirófano.
-Lo sé, hijo- me contestó agarrándome fuerte la mano, mientras agachaba la mirada, señal de que me mentía.
La doctora nos miraba con ternura, cuando se escucharon golpecitos en la puerta, eran El Dr. Porter y el Dr. Blas.
-Qué bien acompañado estás- me dijo el Dr. Blas bromeando.
-Las mujeres de mi vida- contesté, lo que causó risas de todos.
Miré a mi mamá que se refugiaba detrás de los médicos, en un rincón de la habitación. El Dr. Porter se dio cuenta del miedo que ella tenía, así que la envolvió con su brazo y la acercó a mí.
-Va a estar muy bien. Es el más fuerte de todos. Confíe- le dijo sacudiéndola de un lado para el otro, como dándole ánimo.
-¿Ustedes me lo van a cuidar bien?- le preguntó mientras acercaba a su boca las manos del doctor para darles un beso-, que Dios y el universo bendigan estas manos y salven la vida de mi hijo.
Le di un beso y mientras la camilla se alejaba de la habitación, escuché su llanto desconsolado. Tenía que ser fuerte, por ella, por mis hermanos y por mi sobrina que venía en camino.
Los enfermeros entraron la camilla al quirófano, mientras los médicos se fueron a la habitación continua para prepararse. Minutos después, entraron con sus batas y la doctora se acercó al anestesista y le dijo algo al oído. De repente se escucharon los acordes de una canción de Stevie Wonder y todos nos miramos.
-Esta canción se la tenés que dedicar a tu mamá- me dijo guiñándome un ojo- habla de una mujer encantadora, hecha de puro amor. Se llama “Isn’t she lovely”.
A medida que avanzaba la canción, la doctora me la iba traduciendo. Tenía razón, era perfecta para mi mamá. Empecé a sentir cómo me pesaban los ojos, se me cerraban solos; me estaba haciendo efecto la anestesia.
-Doc., le prometo que si salgo con vida de este quirófano, me tatúo el estribillo de esa canción en honor a mi mamá…y a usted, las dos mujeres que me salvaron la vida- dije eso y me dormí.
Un año y medio después, me subía al subte para ir a mi control mensual en el hospital. En mi bíceps derecho, se podía ver pintada en tinta la estampa de superación, de esa lucha en el ring cuerpo a cuerpo contra la muerte: el prometido tatuaje.
Isn't she lovely
Isn't she wonderful
Isn't she precious
Less than one minute old
I never thought through love we'd be
Making one as lovely as she
But isn't she lovely made from love
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El donante
General FictionNinguno de los dos pensó que una tragedia y una canción podría cambiar sus vidas para siempre.