Capítulo 2

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-Hija, por favor, cuídense - ya me lo había dicho una docena de veces.
-Sí, papá, ¿podés tomar conciencia de que me estoy yendo de luna de miel y no de viaje de egresados? ¡Gracias! - le contesté con voz sarcástica.
-Ya sé, no hace falta que me recuerdes que ya no soy el único hombre de tu vida. Igual vos siempre vas a ser mi bebé.
-No seas celoso. Igual aquí queda tu otra hija.
-O sea, tu hermana.
-No sé si es mi hermana, es demasiado nerd como para que compartamos la misma sangre.
-Sos tan tarada- dijo Julia, mientras me empujaba por la espalda-. Te voy a extrañar aunque me trates mal.
-¿Hace falta que diga que es una broma, Juls?- contesté riéndome- No sé qué voy a hacer sin vos allá- y la abracé para que no me viera llorar.
Julia era todo para mí. No sólo era mi hermana mayor, sino que también fue mi mamá cuando éramos chicas; mi mejor amiga y gran confidente, en la adolescencia;  y mi mayor pilar, ahora de grande. Al morir mi mamá horas después de darme a luz, no tengo recuerdos de ella, sólo fotos y videos de cuando estaba embarazada. En ese momento, Juls tenía sólo 9 años. Mi papá se la pasaba sentado en el sillón, mirando al horizonte, abrazado al portarretratos que tenía una foto de mamá. Estaba destrozado por perder al amor de su vida. Sin embargo, mi hermana, tan chiquita y tan fuerte a la vez, se hizo cargo de todo. Miraba los programas de cocina para preparar las recetas para darnos de comer, iba al supermercado con la vecina para comprar las cosas que nos hacían falta, iba a la escuela y hacía la tarea para la casa en el camino de vuelta. No conozco persona más inteligente que ella. Leía libros enteros en un día, era imposible ganarle al “Carrera de mentes” y nadie, pero nadie, la superaba en el programa de preguntas y respuestas que daban en la televisión los domingos a la noche. Yo siempre le decía que tenía que participar, pero ella no se animaba, le daba vergüenza.
A veces discutíamos porque me cuidaba demasiado, pero entendía su postura. Ella por lo menos tuvo a mamá durante 9 años, pero yo sólo la tenía a ella. Y a papá, por supuesto. Entre los dos se dieron maña para criarme de la mejor manera. Mi vida no tendría sentido sin ellos. Me dieron todo lo que tengo e hicieron de mí todo lo que soy.
Aunque mi papá se hacía el duro, siempre lo vi como un osito de peluche. Es un hombre muy alto, robusto, de tez blanca y mejillas rojas, el pelo bien corto, castaño oscuro con algunas canas que ya se asomaban por ahí. Sus ojos eran mi mar, siempre le decía eso desde chiquita, y él me respondía el halago con un guiño de ojo. Es que el celeste de sus ojos podía enamorar a cualquiera, incluso tenía varias fanáticas en el barrio. Además usaba diferentes anteojos todos los días, dependiendo de la ropa que se ponía. Un coqueto seductor, le decía Juls. Pero esos ojos no eran completamente felices. Cuando era chica y no podía dormir, mi hermana me contaba historias de mamá y papá, eran mis cuentos favoritos. Además Juls tenía una gran capacidad de hacer de cualquier situación pequeñita, una gran historia. Pero ella siempre recalcaba la manera en la que se miraban nuestros papás, y eso me llamaba mucho la atención. Todo el tiempo me repetía: “ojalá algún día encontremos a alguien que nos mire como papá miraba a mamá”.
En mi penúltimo año de secundaria, empecé a pensar qué quería hacer cuando terminara. No me gustaba escribir, ni hablar en público; mucho menos las matemáticas, aunque si me llamaba la atención la geografía. Me di cuenta que eran las únicas clases en las que prestaba atención. Lo primero que pensé fue licenciatura en turismo, pero después me acordé de mi falta de paciencia con la gente, así que lo descarté a los pocos minutos. Me metí en el mundo Google y escribí en el buscador: “carreras universitarias relacionadas a la geografía”. Me salían un millón de opciones de nombres raros que no tenía la más mínima idea de qué se trataban. Me sentía perdida al no saber qué hacer. Hablé con Julia y ella me aconsejó que me relaje, que el año próximo podía hacer un test vocacional y ver qué resultados daba.  
-Cuando realmente te gusta algo y pensás vivir de eso para toda tu vida, lo sentís en el pecho, bien adentro. Te late fuerte el corazón de la ansiedad de aplicar profesionalmente todo eso que estás aprendiendo. Es algo parecido a enamorarse- me dijo Juls, riéndose.
Como cada verano, fuimos a la casa de la costa a pasar las vacaciones. Fue ahí donde entendí de lo que me hablaba Julia. Estaba sentada en la arena, mirando el mar, cuando de repente sentí esas palpitaciones de emoción, esas mariposas en la panza. El mar, las olas, ese ruido, el viento. Era eso. Volví corriendo a la casa, abrí la notebook y encontré “oceanografía”.
El primer año de la universidad fue difícil. En el colegio no te preparan para estudiar libros enteros, con suerte te dan dos hojas para el examen integral de todo el año. Pero lo superé airosa. Cuando tenía parciales o finales, mi papá se sentaba al lado mío a cebarme mates noches enteras. Lo mismo había hecho con Juls. Era su manera de apoyarnos.
-Va a valer la pena este esfuerzo. Te lo prometo, mi amor- me decía siempre.
La oceanografía tiene varias ramas, pero la que más gustaba era la que estudia los procesos geológicos que afectan a los océanos. Muchas veces teníamos que hacer observaciones frente al mar durante horas, para ver alguna modificación en la dinámica de los cuerpos costeros, o si había erosión y acreción de las playas. Todos los días nos fijábamos en el canal del clima para ver si algo raro iba a ocurrir en esos días; y según el meteorólogo, ese miércoles, las olas del mar iban a promediar los 4 o 5 metros de altura. A los 10 minutos, yo ya estaba sentada en la arena haciendo anotaciones. En esos casos, la playa se llenaba de surfistas. Iban y venían con sus tablas, dejaban sus mochilas todas juntas y desaparecían entre las olas con una rapidez impresionante.
Mientras observaba y anotaba, uno de los surfistas que tenía un traje de neopreno negro con algunas rayas azules logró subirse a una ola gigante. Nunca había visto algo así. Todos los que estaban viendo, dentro del agua y parados en la orilla, lo aplaudieron. Fue increíble. Él se reía como si le estuviesen haciendo cosquillas. La cara no le alcanzaba para semejante sonrisa. De repente me di cuenta que yo también sonreía. Bajé la cabeza pensando que él me había visto, y me puse a hacer firuletes en la hoja para hacer de cuenta que escribía algo. No quería levantar la vista porque sentía que su mirada venía directamente hacia mí.
-Bonita, vení para aquí. Dale, vení- dijo el surfista, haciendo señas con las manos.
Yo no podía creer que me diga eso. ¿Tan desubicado iba a ser? Me levanté con toda la intención de ir a ubicarlo y decirle que no podía decirle eso a una chica, que todos estábamos mirando, que no era la única; cuando de repente sentí un empujón en las piernas y caí acostada en la arena. Quería que me tragase la tierra, sabía que él me estaba mirando. Empecé a sacudirme la arena, cuando sentí una mano en el hombro.
-¿Estás bien? Te pido mil disculpas, de verdad. Bonita no ve muy…- era el surfista, pero no lo dejé terminar su frase.
-¿Podés dejar de decirme bonita? Ubicate, por favor. Además veo perfecto.
-Nunca te dije bonita. En realidad, así se llama ella- dijo señalando a la perra que estaba saltando entre las olas- Está un poco ciega de un ojo, por eso se choca con todo. Perdón, de parte de los dos.
-Soy muy patética- dije tapándome la cara con las manos.
-No, no sos patética. No digas así- me contestó, mientras se sentaba al lado mío- Igual a vos también te queda bien ese nombre.
Así nos encontramos. O el mar nos encontró, como decimos nosotros. Todavía, después de 5 años de noviazgo, seguimos discutiendo sobre ese día; si fue el destino o fue el mar. Sea cual sea, voy a agradecerle cada día de mi vida.
Valentín era el hombre más maravilloso que había conocido jamás. Un poco más alto que yo, de pelo castaño oscuro, con la sonrisa más contagiosa y hermosa que vi. Donde sea que fuera, él iluminaba el lugar con su sonrisa. Su buen humor nunca lo abandonaba, aunque estuviese pasando un momento horrible, tenía la capacidad de ver el vaso siempre medio lleno. Optimista como nadie. Por eso, desde un comienzo, nos complementamos tan bien. Yo vivía quejándome de todo, viendo todo lo malo de cada situación; sin embargo, él siempre sabía cómo hacerme sonreír y cambiar de opinión. Mi papá lo quería como el hijo varón que nunca tuvo, y con Juls se llevaba tan bien que parecían más hermanos ellos, que nosotras.
Cuando cumplí 25, él y mi hermana me organizaron una fiesta sorpresa. Fueron todos los vecinos, mi familia completa, mis amigos de la facultad y también los del colegio; invitaron a mis compañeros del trabajo, estaban todos. Era raro que estuviesen todos, siempre alguno faltaba por algún motivo; pero esta vez, estaban todos de verdad. Había tanta cantidad de comida como para un pueblo entero, bebidas de todo tipo, guirnaldas que colgaban de todo el techo, carteles de “Feliz cumpleaños” en cada rincón. Estaba todo hermosísimo. Mis festejos de cumpleaños siempre eran divertidos, pero el de este año encabezaba la lista. Después de bailar un rato en la galería del patio, se apagaron todas las luces de repente. No entendía nada. ¿Se había cortado la luz? Sentí que alguien apoyaba su mano en mi espalda.
-Soy Juls, mirá hacia la pared del fondo, la de la enredadera.
Me di vuelta y vi cómo se iban prendiendo pequeños foquitos entre las hojas, que a su vez iban formando letras. Cuando leí la frase completa pensé que me iba a desmayar, sentía que el corazón se me iba a salir del pecho. Mi hermana me conocía como nadie, y al ver mi cara, me agarró fuerte de la mano.
¿QUERÉS CASARTE CONMIGO? Decía el cartel en la pared. Y ahí parado estaba él, de smoking negro con moño, se había cambiado de ropa. Se paró delante de mí y pude ver sus ojos llenos de lágrimas. 
- Isn't she lovely, isn't she wonderful. Isn't she precious, less than one minute old- empezó a cantar, mientras pedía que todos hagan palmas al ritmo de la canción- I never thought through love we'd be, making one as lovely as she, But isn't she lovely made from love. Stevie Wonder pensó en vos cuando escribió esa canción. Puedo seguir cantando o te puedo decir que sos la mujer que siempre soñé, que no quiero pasar un segundo de mi vida sin vos y que te amo con toda mi alma. ¿Me dejás amarte toda la vida?- me dijo con su sonrisa perfecta.
Seis meses después nos casamos, con una ceremonia en la playa, por supuesto. Todos estábamos vestidos de blanco, descalzos. Perfecto. Todo era perfecto. Él, mi familia, su familia, Bonita, el lugar, el mar…nuestro lugar. No hacía más que llorar de la felicidad.
-Cuida a mi bebé, ¿ok?- le dijo mi papá a Valentín antes de subir al avión.
-Sí, suegro, con mi propia vida- le contestó dándole palmaditas en la espalda.
Abracé a mi hermana de nuevo, le di un beso a mi papá y nos fuimos a nuestra luna de miel. La felicidad no me entraba en el cuerpo. Obviamente, fuimos a la playa. Elegimos una isla cerca de Miami, donde van muchos surfistas así mi esposo (todavía no puedo creer que lo puedo llamar así) disfruta de su pasatiempo.
Nos levantábamos temprano, desayunábamos en el balcón de la habitación que tenía vista al mar, y después bajábamos a la playa. Valentín surfeaba; yo miraba el mar, leía algunos libros, tomábamos mates. En un principio íbamos por 15 días, pero nos enamoramos tanto del lugar que quisimos quedarnos 5 días más. Dos días antes de volver, estaba sentada leyendo un libro que me había prestado la recepcionista del hotel, cuando sentí el silbato de los guardavidas. Levanté la vista, vi como salían corriendo y se metían al mar. Me puse de pie y vi a Juanse, uno de los chicos que surfeaba con Valentín, que levantaba los brazos desesperado. Empecé a mirar de un lado al otro y no veía por ningún lado a Valentín. Capaz había salido del agua. Me di vuelta y mire a mí alrededor, pero nada. Volví a mirar hacia el mar y me fui acercando. Ahí recién pude escuchar lo que gritaba Juanse.
-¡Se ahoga, se ahoga! ¡Ayuda, por favor!
Empecé a entrar al mar para tener mejor visión, porque Valentín no aparecía por ningún lado. No podía ser él. Nada a la perfección. Él no se podía ahogar.
Volví a mirar hacia donde estaba Juanse, cuando apareció uno de los guardavidas con Valentín en brazos, completamente morado e inconsciente. Yo intentaba convencerme de que lo que estaba viendo no era real. No es él, no es él, no es él. Cerré los ojos con todas mis fuerzas y volví a repetir: no es él, no es él, no es él. Abrí los ojos y los guardavidas ya estaban a unos pocos metros de mí. Se me puso la piel de gallina, las lágrimas empezaron a caer por mis mejillas sin ni siquiera darme cuenta. Era él. Empecé a correr mar adentro para alcanzarlo pero uno de los guardavidas me agarró de la cintura.
-Tranquila, por favor, lo estamos sacando. Vamos afuera del agua.
-¡Es mi esposo! ¡Quiero verlo! ¡Suélteme!
-Ahora lo ves en la orilla, por favor, no queremos más ahogados. ¡Todos afuera del agua!- gritó.
Llegaron a la orilla, acostaron a Valentín en la arena y empezaron a hacerle reanimación. Yo estaba a unos metros, no podía acercarme. Temblaba como una hoja. Una señora que paraba en el hotel y que encontramos varias veces en la playa, me abrazó.
-Va a estar bien, tranquila, respirá profundo. Él es fuerte. Mi marido ya llamó a una ambulancia.
Yo no escuchaba nada. No podía respirar, me faltaba el aire. El que estaba tirado ahí no era mi Valentín, no era él. Los guardavidas seguían haciéndole RCP, pero no reaccionaba. A lo lejos se sentía la sirena de la ambulancia, que cruzó el balneario como un tren bala. Antes de estacionar, los paramédicos ya se habían bajado y venían corriendo hacia Valentín. En algún momento pensé que me iba a despertar, que era todo una pesadilla, pero no. Hicieron de todo, pero yo ya sabía que lo había perdido. Mi corazón no latía igual que antes, como cuando él estaba conmigo.
No pude verlo por varias horas. No tenía fuerzas, ni hambre, ni ganas de respirar. Me senté en la arena a mirar el mar, a preguntarle por qué me hacía esto, por qué nos hacía esto a nosotros dos que amábamos tanto estar ahí. Ni siquiera tenía noción del tiempo. ¿Cuántas horas habían pasado? Capaz que días. No sabía.
-Ay, aquí estás- escuché un grito a lo lejos. Me di vuelta y vi a Julia que venía corriendo hacia mí. Detrás de ella venían papá y mis suegros. Me hundí entre sus brazos y lloré todo lo que no había llorado en todas esas horas. Sentía que el mundo se caía delante de mí y yo no podía hacer absolutamente nada.
Volví a vivir con mi papá y mi hermana. No podía ni entrar al departamento que nos habían regalado mis suegros. Julia fue a buscar todas mis cosas. Yo me la pasaba tirada en el sillón, igual que papá cuando pensaba en mamá. Ahora entendía el por qué tanto dolor de haber perdido a esa persona que te miraba de esa manera tan particular. Lo había perdido para siempre. No iba a poder mirarlo así, nunca más. ¿Cómo iba a hacer para poder pararme de ese sillón?
-Lloralo, hija. Lloralo todo lo que puedas. Las lágrimas sanan el alma. Date el tiempo de llorar, haceme caso- me dijo papá, mientras prendía el equipo de música.
Stevie Wonder empezó a cantar. No llegué a escuchar ni el primer verso, cuando me encontré tirada en el piso, destruyendo todos los adornos de la mesa ratona, mientras cantaba a los gritos Isn’t she lovely y lloraba con todas mis fuerzas.
Al tiempo, empecé terapia porque no quería salir de la casa. Primero me llevaba Julia, pero después logré ir sola. La gente del trabajo se portó tan bien conmigo. Respetaban mis tiempos, mis espacios, me iban a visitar cuando desaparecía unos días. Tenía mis momentos, mis días. Me llevó un año y medio poder manejarme en transporte público y volver a la rutina normal sin largarme a llorar en una reunión de trabajo.
Eran las 11 de la mañana de un jueves cualquiera. Me subí al subte, que siempre iba vacío porque yo iba en contra de la corriente, y me senté. En la estación siguiente se subió una pareja de viejitos y un chico joven. Los abuelitos se sentaron en la fila del frente; y el chico, en mi misma fila, a dos asientos de distancia. De repente, a la señora se le cae el lápiz de labio y, por supuesto, que comenzó a girar por el piso del vagón. Levanté la vista y vi que el chico se puso de pie y lo levantó. 
-Aquí tiene, señora- dijo el chico, estirando el brazo.
-Muchas gracias, querido. Muy amable- contestó ella.
Noté que había algo raro en su brazo. Tenía como una mancha negra que no podía ver bien qué era desde donde yo estaba, pero me llamó la atención. Esperé que vuelva a sentarse y giré la cabeza “disimuladamente” para mirarlo. Era un tatuaje y parecía ser un pedacito de una canción, pero no llegaba a leer bien. No me iba a quedar con la intriga, así que acerqué un poco la cabeza hacia él y ahí la vi. Mi canción.

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