Capítulo 1

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–Dale Luciana, rápido que ya nos vamos–gritó mamá desde la cocina.

Corrí a mi cama y agarré mi mochila morada con lunares blancos; estaba lista para el campamento.

Salí de mi cuarto a paso rápido, tropezando con unas zapatillas de mi hermana; compartir habitación con ella podía ser horrible, más con su actitud desorganizada.

Al cruzar el umbral de la puerta doble, mi mamá me devolvió una mirada fulminante, para evitar problemas seguí mi camino hasta el auto y subí al asiento trasero, junto con mi hermana menor, Gabriela.

–Papi, ¿cuánto vamos a tardar en llegar el camping?–preguntó Gabi.

–Dos horas, capaz más–contestó.

En ese momento mi madre subió al auto, echándome una mirada fastidiada, por mi supuesta demora. A veces podía ser muy impaciente.

–¿Podés prender la radio?–dije a mi papá.

–Sí nena, pero canciones románticas o rock, vos elegís–aclaró.

Bufé por las opciones que me había dado, pero él no se saldría con la suya por completo, canciones románticas y lentas no; eso sí que no.

–Rock mil veces–dije.

–Ya lo suponía–respondió con una sonrisa.

Mi mamá comenzó a cebar el mate, que tomábamos mi papá, ella y yo; mi hermana no le gustaba, mientras busqué en la mochila, un libro que había traído. Aprovechaba cada salida como excusa para llevar un libro y meterme en sus páginas blancas, llenas de las palabras que me trasladaban a otros mundos, otra realidad.

Y así, entre mates y páginas, se nos fue pasando el trayecto.

Dos horas y quince minutos, eso habíamos demorado en llegar al campamento “Guazú”, un lugar hermoso, rodeado de árboles, varios quinchos y extensa vegetación–aunque esto último se veía en toda la provincia–; donde nos reuniríamos con mis tíos, primos y abuelos.

Quien más me encantaba de la familia, era el “Opa Roberto”, que siempre tenía una anécdota, historia o leyenda para contarnos. Las noches junto a él, nunca eran aburridas. Encendíamos una fogata, nos sentábamos cerca mientras mi tío usaba el fuego para poner la olla negra, y hacer un exquisito reviro.

Una vez que llegamos, lo primero que hicimos fue saludar a todos, y mientras mi mamá charlaba, y Gabi buscaba señal para su celular, mi papá y yo armamos las dos carpas. Yo dormiría con mi hermana; y bueno, por cosas obvias, mi papá con mi mamá.

Al terminar con eso, preparé la cama, que consistía en un colchón para las dos, una frazada bastante gruesa, ya que por las noches refrescaba, y las almohadas. Dejé mis bolsos a un costado y salí a explorar.

Todos en mi familia decían que era “Dora la Exploradora”, no en lo físico, porque yo era alta, de cabello castaño claro y ojos pardos; sino porque siempre que salíamos, buscaba aventuras. Desde caminar por un bosque, descubrir un arroyo, hasta escalar algún árbol.

–Ezequiel, ¿vamos a caminar?–pregunté a mi primo mayor.

Preparé un tereré de naranja, y salimos a recorrer el lugar, separados en esos grupos que yo había armado, más adelante encontramos un pequeño arroyo. Nos sentamos en el borde de tierra y charlamos de todo un poco.

Seguimos ahí un rato más y luego volvimos con el resto de la familia.

Al caer la noche, estrellada y con luna llena, nos reunimos alrededor de mi abuelo, cerca del fuego, como era costumbre.

–Opa, contanos alguna historia–dijo Eze.
–No, contá una leyenda–rogué.

–Otra vez no, esas cosas no existen–espetó Gabriela.

–Hoy voy a contar una historia, la leyenda queda para la próxima, Luci–aclaró mi abuelo.

Y así comenzó una historia de batallas, entre soldados argentinos, que había pasado hacía doscientos años, pero no era nada común, las inventaba él, y siempre incluía algún romance o momentos de tensión. Nos atrapaba.

Me gustaban esas historias, pero prefería los mitos y leyendas, donde se ponía en análisis, el origen de las cosas. Nadie tomaba en cuenta esos relatos, pero para mí, eran bellísimos.

Miré hacia atrás, donde mi tío y mi papá empezaban a hacer el reviro, mientras mi mamá y mis tías hablaban y hacían el ticoeí.

Más tarde nos reunimos a la mesa, y degustamos la cena familiar, mientras conversábamos y reíamos.

Luego de cenar, lavamos los platos y cubiertos y cada uno se fue a dormir a su carpa. En realidad, Gabi ya se había ido a dormir antes, porque estaba “cansada”; así que las demás mujeres y yo, nos encargamos de hacer toda la limpieza.

–Buenas noches prima–dijo Ezequiel.

–Buenas noches primo–susurré.

Entré, y me metí a la cama. Me tapé con la frazada floreada azul y me acurruqué para mantener el calor corporal.

Bichito de LuzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora