Éternellement Jeunes

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Las alas de Steve siempre han sido demasiado grandes.

Lo descubrió una tarde a mediados de abril, con el inicio del verano asomándose a la vuelta de la esquina, con el rostro adolorido y los nudillos ensangrentados, el aire húmedo quemándole los pulmones en cada inhalación. Lo descubrió cuando escupió sangre e intentó levantar los pesados apéndices, el ala que no estaba siendo sujeta con demasiada fuerza. Pensó que, quizá si conseguía darse la vuelta, podía aprovechar el momento e inclinar la balanza a su favor... Pero entonces su segunda ala fue sujeta y en el mismo instante cayó de rodillas.

Un golpe y luego otro, directo a su mandíbula.

Intentó de nuevo, esta vez empujando su peso hacia atrás para recuperar el balance sobre sus pies, pero fue un esfuerzo fútil. Las manos que lo sujetaban fueron más fuertes que él.

Una rodilla conectó en su estómago y se quedó sin aire. Dolía, pero fue la sensación ardiente de sus plumas siendo arrancadas lo que le hizo gritar.

★☆★

Las alas de Steve siempre han sido demasiado grandes.

Lo supo el día que llegó de la escuela y consiguió arrastrarse hasta el baño a duras penas, justo a tiempo para gritar por la sensación de su piel y músculos desgarrándose, cambiando para permitir que sus alas salieran. La bañera se llenó con sangre y trozos de piel, y Steve no hizo más que preguntarse si tal vez moriría.

Los niños saludables siempre sangraban durante la Manifestación. El problema era que Steve nunca había sido demasiado fuerte –físicamente— y el proceso amenazaba con hacerlo colapsar, pero en cuanto sintió los dedos de su madre acariciar con delicadeza las hebras de cabello rubio, empapado en sangre y sudor, supo que no podía rendirse.  

"Mi niño," susurró su madre en repetidas ocasiones, con nada más que amor en su voz mientras él sollozaba, "mi niño valiente. Vas a estar bien, respira, mamá está contigo."

Ella dijo que estaría bien, y él le creyó.

Su Manifestación duró horas –que parecieron siglos– y Steve perdió la consciencia más de una vez debido al dolor. Cada vez que despertaba sus alas eran más grandes, su cuerpo seguía manchado por la sangre del proceso, y su madre estaba ahí, con un niño de asustados ojos grisáceos que lo miraban con temor.

Steve supo que estaría bien.

Una semana más tarde, su mamá le enseñó cómo ajustar el arnés que el padre de Bucky había hecho para él, y dolía como mil agujas clavándose en su piel, pero no había otra forma de que pudiera desplazarse. Sus alas eran demasiado grandes, y su cuerpo no tenía el control ni la fuerza para mantenerlas plegadas en su espalda.

El pensamiento le aterraba, pero había días en los que solo podía desear cortarlas. En realidad, solo deseaba poder caminar sin tambalearse cada tantos pasos debido al peso en su espalda, o tener la posibilidad de caminar más de unos minutos sin correr el riesgo de un ataque de asma.

— ¡Nunca vuelvas a decir eso! —exclamó su madre cuando se lo comentó finalmente, con sus ojos cristalizados por las lágrimas. Sus manos temblorosas acunaron su rostro para obligarlo a mirarla—. Nunca, Steve, no puedes...

— Sí, mamá... —susurró, sintiendo la culpa sacudirlo desde dentro. Aún así, añadió—: Pero son tan pesadas... Y el color...

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