Primera parte: No, de verdad, estoy bien.

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El primer paso siempre es el más difícil

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El primer paso siempre es el más difícil.

Recuerdo que aquella era una frase que mi madre solía decirme mucho cuando aún vivía conmigo. Podía ser sobre, y ser aplicable a, cualquier cosa.

Cuando me hablaba de los quehaceres, cuando quería que hiciera los deberes, o cuando estaba atascado con alguna canción.

Ahora, observando el larguísimo camino de escaleras de piedra que me separaban del viejo parque donde mis amigos y yo solíamos vagar, dar el pequeño paso que me faltaba para comenzar un lento ascenso; parecía casi una tarea titánica.

Yo había recorrido el mismo sendero una infinidad de veces. Solo, con mis padres, y con mis amigos también. Era un lugar alejado del bullicio de las avenidas principales, y estaba lo suficientemente cerca de casa como para no preocuparme por la hora cuando tuviera que regresar.

Era un lugar perfecto para pensar.

Algo que había estado intentando evitar desde hacía unos meses.

Pensar, inevitablemente, venía de la mano con recordar.

El sonido de la cháchara animada de una pareja que venía caminando en mi dirección me hizo suspirar. A mí no me gustaba mucho la gente, aunque en el pasado hubiera tenido una gran cantidad de amigos, y aquello fue suficiente aliciente como para dejar de lado mi renuencia y comenzar a subir los escalones.

La piedra y sus grietas enmohecidas parecían detenidas en el tiempo, pues lucían exactamente igual que hacía un año. Era un detalle tonto para darle semejante consideración, pero la ilusión de permanencia me llenaba de extraño confort, como si en lugar de ser un perdedor de dieciocho años con una marcha patética y sombría, hubiera regresado a ser el muchacho de quince que pasaba demasiado tiempo fuera de casa intentando darles sentido a sus emociones a través de una guitarra.

Una vez en la cima, con la vista del pasto cortado, las bancas pintadas de un muy deprimente gris, varios postes de luz acomodados en fila, y la puesta de sol coronando el cielo límpido de nubes, sólo pude darme cuenta que quizá el esfuerzo de subir no había valido tanto la pena.

No estoy seguro de qué había estado esperando encontrar allí arriba. Pero la nada parecía tan buena respuesta como cualquier otra.

Dejé que mis piernas me hicieran deambular por los pequeños caminos empedrados. No había niños corriendo, ni personas paseando mascotas.

La verdad, aquel parque era un lugar bastante solitario. Un pequeño recinto alejado del bullicio que no muchos se molestaban en visitar.

Quizá por eso, por el increíble abandono en el que el lugar me hacía pensar, fue que me sorprendió ver carteles con la misma imagen que hubiera estado en la televisión esa mañana.

Sobre los postes, aferrados en un abrazo asfixiante, sendas imágenes me saludaban.

Yo recordaba esa fotografía. La habían tomado el último día de clases, además de la clásica foto en grupo del curso entero, para los anuarios escolares.

Yo recordaba esa fotografía, casi tan bien como recordaba lo último que el protagonista de la misma me hubiera dicho.

'Cuando quieres, Sasha, puedes ser realmente un imbécil.'

La voz de Antonio aún resonaba fuerte y clara en mi mente, con ese tono amargo y cansado que había tenido durante los últimos meses de nuestro último año escolar.

Elevé una de mis manos, repasando con el índice su nombre en el cartel.

Antonio Calmét, ponía.

Desaparecido.

Pareciera que sentirse mal, luce bienDonde viven las historias. Descúbrelo ahora