La primera vez que escuché de la desaparición de Antonio, fue en la televisión.
Yo no era asiduo a la televisión, así como no lo era a la computadora o a los teléfonos. Pero desde que mi madre se hubiera mudado con mi tía, buscando la tranquilidad que mi hogar y yo ya no podíamos darle, me gustaba tenerla como ruido de fondo.
Mi nueva adquirida soledad terminó por alinearse perfectamente con la prolongada pseudo libertad que me daba el haber terminado la escuela. Yo no tenía planes para el futuro, no unos que terminaran de adecuarse a la visión que tenía de la vida en ese momento. Así que pasaba las mañanas alargando el desayuno que siempre compartía con el vacío. Mirando la pared, con su pintura vieja y sucia, casi descascarándose en una zona específica de la sala; tratando de hallarle la forma de nudillos a esa mancha imperfecta en el anteriormente coral impoluto que mi madre había batallado tanto por intentar mantener y convirtiendo la voz de las personas dentro de la pequeña caja estúpida en ruido blanco para mis oídos.
Yo no les prestaba atención a las noticias: No a las voces serias de las presentadoras o a los alaridos y gritos que a veces venían acompañando los videos que mostraban. Tampoco a las risas estridentes que a veces se escuchaban, y mucho menos a las insufribles canciones de los comerciales.
Pero no fue así esa vez. No ese día.
Porque yo era capaz de ignorar todo y a todos, todas las desgracias que pasaban una tras otra, todas las proezas que merecían ser llevadas al ojo público y todas las risas a costa de otros. Empero, no era capaz de ignorar el nombre de un amigo.
No era capaz de ignorar el nombre de Antonio.
La voz de la presentadora era monótona. Hablaba lento, con tranquilidad, y parsimonia.
Había comenzado a poner atención desde la mitad de la nota. Y mi mente confundía las palabras que decía con las que hubiera dicho segundos antes, haciendo todo el discurso un enrevesado acertijo que me dejaba únicamente con tres pistas: Antonio Calmét, una semana, desaparecido.
Su foto, una que habían tomado en la escuela: con el uniforme blanco y el cuello de la camisa bien arreglado, que antes hubiera estado decorando un lado de la pantalla desapareció; convirtiéndose en una grabación. Yo recordaba la oficina central del orfanato Calmét, ya que había estado allí un par de veces. Y, también recordaba a Tristán Calmét.
Tristán era el hermano mayor de Antonio, aunque no compartieran sangre, y aunque Antonio odiara que yo me refiriera a él como su hermano. Era quien parecía encargarse de la mayoría de necesidades de los niños del orfanato, así como de más de un trámite legal. Nunca entendí de dónde conseguía el tiempo o la energía para hacer todas esas cosas; ya que, si no estaba detrás de Antonio ayudándolo con los asuntos de la escuela, estaba programando las entrevistas de los niños que tenían la posibilidad de ser adoptados.
Tristán era el epítome de hermano mayor a mis ojos. Servicial, comedido, responsable y confiable. Era un hombre que siempre parecía saber qué hacer y qué decir. Que tenía una respuesta para todo y que arreglaba todo sin perder la sonrisa.
Ahora esa sonrisa estaba rota, y sus ojos claros de peculiar brillo estaban opacos y salpicados de rojo. Yo conocía el rostro de la tristeza, y los ojos del llanto. Así que no fue difícil notarlas en Tristán también.
Antonio, decían, había desaparecido hacía una semana. Entre lo mustio y apagado de su voz; se podía distinguir además el cansancio. Decía que el día de su desaparición había iniciado como cualquier otro. Con Antonio dejando el orfanato para dirigirse al centro de la ciudad, donde estaba la universidad para la cual tenía una beca. Ese último mes parecía haber sido particularmente movido; ya que Tristán aseguraba que Antonio había estado, además de revisando el campus universitario, buscando un lugar donde poder vivir. Así que su ausencia prolongada no le pareció extraña.
Empero, la llegada de la noche y la ausencia de cualquier clase de señal de Antonio había despertado las alarmas de Tristán. Su celular sonaba, pero nadie contestaba. Llamó una y otra vez, y el resultado fue el mismo.
La mañana llegó, y también así la tarde siguiente. La noche no estaba muy lejos, así como la inevitable llamada a la policía.
El reportero que entrevistaba a Tristán hizo un par más de preguntas; amigos que podrían tener idea de su paradero, actitudes sospechosas previas, y finalmente un mensaje que quisiera darle al muchacho, por si le estuviera escuchando.
Tristán pareció pensarlo, ya que su expresión cansada y apagada se tornó meditabunda. Cuando habló finalmente, sus ojos ganaron un ligero brillo que, a mis ojos, sólo podía tener el nombre de esperanza.
Sus palabras fueron dulces y añorantes, su tono suave y suplicante, su rostro triste y algo acongojado.
Y, su última frase, tan sentida que se quedó grabada en mi mente sin poder evitarlo.
"Por favor, regresa a casa"
Ya casi había pasado una semana desde aquel día, y aún no había noticias de Antonio. He de admitir, que el día que me enteré, tuve la imperiosa necesidad de llamarle.
Llamarle y gritarle por desaparecer así. Llamarle y gritarle por hacer causar semejante alboroto. Llamarle y gritarle para decirle que, al parecer, yo no era el único imbécil. Y, llamarle y gritarle, para poder decirle, que más le valía regresar.
Ahora, seis días después, el nombre de Antonio volvía a captar mi atención siendo pronunciado por la presentadora.
La desaparición de un chico quedaba opacada por sucesos más importantes diariamente. Robos, asesinatos, o un video de cachorros encontrados en el internet. Sin embargo, encontrar un diario nacido de su puño y letra, parecía suficiente como para traer el caso al ojo público nuevamente.
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Pareciera que sentirse mal, luce bien
Teen FictionSasha, Nils y Antonio habían sido amigos durante casi tres años ya. Con una relación que había terminado por deshacerse tan rápido, que casi había parecido un parpadeo. Y, mientras el nombre de Antonio aparece en todos los noticieros matinales, junt...