El resto fue silencio.

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Silencio sólo interrumpido por el titilar de diminutas llamas que, altaneras, eclipsaban con su danza a unos ojos próximos a quebrarse. En sus orbes se evidenciaba la trayectoria de estas, mas la mente del soldado se encontraba alejada de toda realidad física.

Los conflictos entre países tampoco eran su prioridad en aquel momento. ¿Los redcoats? En su más estricta opinión, las andanzas del ejército británico no merecían ser deleitadas ni tan siquiera con un ápice de sus pensamientos; batallones carcomidos por el paso del tiempo, hombres cuya máxima ambición era emborracharse y, lamentablemente, violar a la primera mujer que hallasen a su paso. ¿El Ejército Continental? Por mucho que en el pasado hubiera admirado al General George Washington, las ambiciones de sus integrantes —entre los que él mismo se encontraba quisiera o no— no diferían demasiado de las de sus enemigos. Sangre y lágrimas. Una revolución marcada por el sometimiento que, cómo no, sufrían en sus carnes todas aquellas personas que no gozaban del estatus que otorgaba el ser un hombre blanco.

Edward, ¿Necesitas algo? —Una voz conocida llamó la atención del soldado. Éste no contestó, limitándose a contemplar cómo la cera de las velas se derretía poco a poco; pronto serían un amasijo irreconocible. La mujer que había intentado entablar conversación hablaría una vez más antes de abandonar la estancia y dejar al taciturno ente a solas con sus pensamientos—. Si quieres hablar, estaré abajo con los niños.

La buena de Dolly. ¿Cómo podría odiarla? Desde que sus padres arreglaron el que sería su matrimonio, habían compartido algo más que intensos encuentros entre las sábanas y fugaces besos. Vivían bajo el mismo techo, antaño rezaban al mismo dios e, indudablemente, los secretos de uno eran los secretos del otro. Ella, lejos de fingir que no conocía la mayor confidencia de su marido, lo apoyaba. Sabía que seguía amándola como el primer día, así que el que su pareja mantuviese encuentros con otro hombre no la alarmaba. Podría haberlo denunciado a las autoridades y quedar en paz con el Dios colérico del que tanto se hablaba, mas algo la detuvo la primera y única vez que aquella idea pasó por su cabeza: ¿acaso el afecto de Edward hacia el otro hombre merecía ser erradicado? ¿No predicaba su religión el amor hacia cualquier persona con total independencia del género? Si bien los sacerdotes insistían en lo contrario, no creería a emisarios del Señor que manipulaban las palabras de la biblia a su antojo con tal de sacar tajada de ello.

El sacrificio de aquella mujer entregada al amor no había sido en balde, pero nunca más se produciría entre aquellas paredes no por egoísmo, sino porque la tragedia decidió golpear al más vulnerable de los seres en sus horas más bajas.

Una vez la tercera en discordia hubo abandonado la habitación, Saxon —siendo ese el apellido de Edward— estalló. Donde antaño hubo un ser humano ahora quedaba un tembloroso conjunto de huesos. Las lágrimas discurrían por el rostro del susodicho ente cual feroces cataratas, violentas corrientes de agua que dejaban a su paso destrucción. La tensión se palpaba en cada centímetro de su cuerpo; mapa trazado sobre la piel cuyo recorrido no obviaba ni tan siquiera un suspiro. El aire entraba en sus pulmones en rápidas ráfagas que parecían arder como las mismísimas llamas de un Infierno que ya no le asustaba. Una única palabra salía de su boca. Un nombre: Shepherd. Thomas Shepherd.

Despejó su escritorio empleando dos enérgicos y amplios movimientos de ambas manos. Algunos de los objetos anteriormente dispuestos sobre el tablero de roble dieron con sus carcasas metálicas contra el suelo. Su consecuente tintineo resultó el mayor de los venenos para Edward. Las velas permanecieron imperturbables sobre la repisa de la ventana, ajenas a sus tribulaciones.

Al fin comprendía el dolor de Aquiles al contemplar el cuerpo sin vida de Patroclo. Su cólera. Shepherd no había portado el uniforme de Saxon; no imitó al joven griego, lo que no restaba importancia a su defunción. El asesinato de su amante venía marcado por un único motivo: racismo. Un miembro de su pelotón lo ejecutó por la noche a sangre fría excusándose de forma posterior con vocablos deleznables.

«Ese negro cabrón tenía algo contra mí. Lo vi en sus ojos, Edward. Un poco más y me habría matado. Era él o yo. Son bestias. Me cuesta creer que los dejemos ser voluntarios en esta guerra, deberían conocer su sitio.» Un completo misterio el cómo Edward no acabó con la vida de Charles Denouement in situ al escucharlo. En lugar de eso, lo retó a un duelo. Fue claro: pistolas al amanecer del siguiente día. También le aconsejó hacer las paces con su deidad si se atrevía a mencionarla tras sus actos.

El retador no utilizó su tiempo de esparcimiento previo al duelo para hacer las paces; escribió varias cartas por si su sangre acababa alimentando la tierra, filtrándose con parsimonia hasta teñirlo todo con su color escarlata. Si moría defendiendo la memoria y el honor de Thomas, su esposa Dolly recibiría las cartas en las cuales se sinceraba con ella narrándole con eficacia cuánto había significado para él el tenerla como compañera de viaje. Dulces dedicatorias procedentes de un miserable al ver próxima su ejecución. Últimas frases de amor de un muerto en vida. Si salía del campo de duelo de una pieza se encargaría de quemar las cartas y hacer ver a su esposa el valor de su aprecio día a día.

No reconociendo ya a Dios, se encomendaría a una diosa pagana. La Fortuna —alada, voluble— zanjaría el tema con su imparcial veredicto. Ella vería más allá de las motivaciones mortales, de los caprichos de seres reemplazables. ¿Qué eran ellos sino hormigas o semillas de diente de león siendo arrastradas por el viento? Lo que más lo motivó a tenerla en sus pensamientos fue el considerar que ella no le reprocharía su amor. ¿Existía una mejor petición a las puertas de la muerte que el poder amar sin ataduras?

Día del duelo.

Su padre le brindó años atrás el que sería su mejor consejo. «Sólo los necios se sienten con la suficiente seguridad como para no asegurar su propia memoria. Ata con fuerza tus posesiones, pero vigila la cuerda si no quieres acabar enredado en ella. Quién sabe si acabarás ahorcado.» En su día no le pareció un consejo como tal, pero ahora lo entendía y valoraba. Si las cosas salían mal y daba con sus huesos en la tumba, esperaba poder tener la capacidad de hablar con su progenitor en otra vida para poder agradecer cada sílaba.

Edward asintió varias veces. Un médico supervisaría el duelo junto a los padrinos de ambos contendientes. No prestó demasiada atención a lo que decían, enfrascado en su particular venganza. Las reglas eran sencillas, por lo que no estimó oportuno objetar. Un duelo a muerte precedido por diez pasos tras los cuales podrían girarse y disparar. Un disparo por persona pudiendo llegar a un máximo de tres, número considerado como bárbaro e indicador de terrible puntería.

La charla se alargó durante varios minutos más. Al no haber llegado a un acuerdo entre ambas partes, los involucrados procedieron a batirse en duelo.

Charles y Edward se situaron espalda contra espalda. El segundo de los hombres afianzó sus dedos en torno al mango, recordando el rostro de Dolly y Thomas. Les debía la victoria, les debía cada suspiro regalado en el pasado. Cada risa contagiada. Shepherd merecía ser vengado. La de aventuras que podría haber vivido de no ser por los prejuicios de un intolerante.

El ofendido y el ofensor avanzaron al escuchar un silbido. Ed se sintió más pequeño que nunca; infante abandonado destinado a vagar sin rumbo fijo. El sonido de los cañones británicos en el fragor de la batalla se antojaba mucho más calmo en comparación al de su corazón. Tan solo su promesa lo invitaba a seguir adelante con aquel sinsentido.

Los pasos se sucedieron uno tras otro con pasmosa velocidad, sembrando a su paso terror en los contendientes. Hasta el más valiente de los hombres se veía sobrecogido por el mortificante poder de la cuenta regresiva.

Tres.

Un descuido por su parte el no despedirse de sus hijos antes de marchar al encuentro. Cercano a su mano a mano decisivo, se sintió culpable.

Dos.

¿Cómo lo recordaría Dolly? ¿Vería en él al más ruin de los humanos?

Uno.

Carecía del tiempo necesario para responder a las incesantes dudas. El olor de la pólvora inundó el aire. El resto fue silencio.

El resto fue silencio.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora