De la ceremonia y las chicas que se encontraban solas

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El primero de septiembre había llegado y como todos los niños, nadie podía creer que llegaría el día en que volverían al colegio.

Cuando la noticia llegó a sus oídos, había pensado en que su pupitre serían ahora un montón de escombros, como las ruinas antiguas en esos libros que tanto gustaba de leer cuando por aquel entonces la oscuridad todavía le aterraba y su padre le amenazaba con una visita del Coco de no cumplir con lo que decía. ¿Cuánto había pasado desde aquel entonces? ¿Un año? ¿Cinco? ¿Una década? Era algo fascinante, el cómo se perdía la cuenta del tiempo cuando el colegio no estaba a la vuelta de la esquina.

No era algo que pudiera evitar, aun así. El día que finalmente anunciaron que el peligro había cesado en Inglaterra y podían volver a casa, aun en su mente infantil sabría que sería cuestión de tiempo antes de que las cosas volvieran lentamente a su lugar; aún si no veía el día en que la guerra finalmente acabara y lo pudiera comprobar en los periódicos.

Era casi hasta gracioso que eso pasara justo cuando se había acostumbrado a esa casa en el campo.

Sin embargo, nada brilló más que el rostro de sus padres el día que se bajó del tren, el día que volvieron a ser una familia. Casi se desmayó ahí en la estación, de lo fuerte que sus padres la habían estrujado al bajarse. Volver a casa se había sentido como haber estado dormida y despertar luego de mucho tiempo.

Le preguntaron de todo, desde si la habían tratado bien hasta si los había extrañado, y en cada pregunta había respondido diligentemente de manera afirmativa, aun si realmente no pudiera entender el porqué de tal insistencia... algo normal, pues era bien sabido que lo que llame atención a un niño, jamás lo haría en un adulto. Quizás, de no ser porque les había recordado que debían volver a casa, jamás hubieran salido de la estación gracias a aquel peculiar interrogatorio.

—Ya verás, Fionna, te inscribiremos en la mejor escuela que podamos encontrar —había asegurado su padre al conducir a casa, como si el anuncio de aquel cambio tan repentino no le cayera como un balde de cabeza a Fionna.

Y era que, siendo totalmente honesta, ¿qué había de malo con su vieja escuela? No era de lo mejorcito en todo Londres, pero tampoco era una escuela en los suburbios del East End. Quedaba cerca de casa por si ocurría alguna emergencia, y lo que era más importante para Fionna: ahí estaban todo sus amigos.

Y por supuesto, les había hecho saber su descontento con aquella decisión. ¿Tomaron en cuenta su opinión? Para nada, y aun así, nadie respondía a la gran pregunta: ¿por qué?

Sin embargo, la respuesta le llegó pronto: todos los niños crecían, tenían un futuro y sus padres (y en palabras de ellos, ojo) deseaban que Fionna tuviera el mejor posible.

Aun así, eso no evitó que cuando su madre llegó ondeando el lustroso nuevo uniforme de su escuela, diciendo que Fionna fue aceptada en él, su estómago se contrajera en un gesto de puro des confort. ¿Por qué debía tener un «buen futuro»? ¿Qué había de malo con el futuro que ya tenía?

¿Por qué ahora todos estaban tan empeñados en cambiarla? No lo sabía, no tenía idea si eso era por la historia de crecer que todo el mundo le echaba o por el hecho de que la guerra acechaba, y aun así, no lograba entender que tenía que ver lo uno con el otro. ¿Qué tenía de malo querer algo que los otros no?

Y pensando, Fionna llegó a la conclusión de que, quizás, ella no quería un futuro; al menos, no uno donde tuviera que satisfacer lo que todos le pidiesen. ¿Por qué crecer? ¿Por qué cuando eso significaba que no podía seguir siendo ella?

—No quiero ir —había dicho, pero aun así era como hablarle a paredes. No habría nadie que la escuchara y de hacerlo, no la tomarían enserio. Porque, después de todo, lo que un niño tuviera que decir jamás le importaría a un adulto y viceversa.

Cuando los Pevensie estuvieron ahí | Peter P. [DESCONTINUADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora