Capítulo 1: Algún día

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La flecha tensaba mi arco a la vez que mi respiración intentaba pausarse para acertar en el blanco, despreocupado y casi inmóvil en la lejanía. Se estaba alimentando. Seguramente su presa llevaría minutos muerta, cosa que me permitía no temer que la flecha acertara un ser que no debiera.

El viento soplaba con suavidad, pero era suficiente para desviar mi disparo encontrándome tan lejos de mi objetivo. Mi rodilla derecha, clavada en el suelo, me daba un punto de apoyo firme y cómodo. Giré levemente el tronco para corregir la trayectoria, cogí aire y lo fui soltando poco a poco. Y entonces la flecha salió disparada.

El sonido característico de ésta cortando el viento alertó a mi presa, que giró su cuerpo hacia mí justo antes de que le atravesara el pecho. «Mierda, debería haberlo previsto», pensé. Tantos años y sigo cometiendo los mismos errores de novata.

—Eso es porque te relajas. Te sientes segura tan lejos de ellos y no te centras —dijo una voz de niño a mis espaldas.

—Cállate, Siete, no necesito que me des lecciones ahora. Vete, es peligroso —le aticé mientras me ponía de pie.

Su cara adoptó una expresión de enfado y se fue alejando con los brazos cruzados. Pero tenía razón, maldita sea. Los aullidos de dolor se iban intensificando a medida que me acercaba a mi presa. Sus ojos rojos de pupilas dilatadas se encontraron con los míos.

—No sois más que basura... —mascullé al tiempo que cogía otra flecha de mi aljaba y armaba mi arco. La flecha se clavó directamente en su pupila, acallando en seco su último grito agonizante.

Parecía que se había transformado de nuevo en su forma original o, al menos, la que yo - y los humanos, en general - creíamos que era su forma original. Se asemejaba a una persona, pero con los brazos más largos y unas temibles garras a los extremos de sus manos, del tamaño de dos o tres dedos humanos cada una. Tres garras en cada mano eran suficientes, junto con su increíble fuerza, para acabar con la vida de casi cualquier ser vivo en cuestión de segundos. Aun así, parecían tener predilección por los seres humanos.

Bajo su cuerpo, ahora inerte, yacía el cadáver de lo que parecía un hombre mayor, con medio pecho arrancado y sin un rostro que permitiera reconocerlo. Todo él tenía restos de esa sustancia negra asquerosa que emanaba de los cuerpos de los mantis, como si de petróleo se tratara, y que desprendía aquél olor tan característico. Aun así, cuando alguien era capaz de olerlo, ya era demasiado tarde.

Cogí la primera flecha que había disparado y que atravesaba el pectoral izquierdo del mantis y, tras limpiarla, la volví a meter en mi aljaba. La segunda flecha se partió al intentar cogerla. Era previsible, al fin y al cabo: disparando desde tan cerca lo lógico era que se hubiera clavado en lo más profundo de su cabeza, y ésta era la parte más dura y protegida de sus cuerpos.

—¿Otra flecha perdida? —preguntó Siete.

—¿No te he dicho que te fueras? —respondí sin mirarlo.

—No puedo irme, y lo sabes.

—Pues al menos estate calladito.

Resoplando cogí mi daga de pythra y empecé a cortarle las uñas al monstruo. Podían oler mal y desprender algo vomitivo por sus poros, pero sus garras eran uno de los materiales más fuertes con los que se podían hacer armas, y se vendían a buen precio. Mi daga, de hecho, estaba hecha de este material. Si no, ya me podría despedir de cortar sus zarpas de forma limpia.

Tenía seis o siete en mi riñonera, lo que seguro me permitiría comprar algo de ropa de abrigo para el invierno que se acercaba. Las garras - y de hecho, todo aquello que hubiera pertenecido al cuerpo de un mantis - se iban desgastando con el tiempo y, además, desprendían un hedor bastante desagradable que atraía a otros de su misma calaña. Por ello, la riñonera estaba forrada con una doble capa de tela y, por la parte interior, una gruesa capa impermeable se aseguraba que no entrara ni saliera nada de ella, manteniéndolas en mejor estado durante más tiempo y evitando atraer la curiosidad de aquellas bestias odiosas.

Dejé tres garras de mi riñonera en el suelo y las sustituí por las que acaba de cortar. Tampoco quería perder demasiado tiempo en renovarlas todas cuando las demás no estaban muy desgastadas todavía.

—Tengo hambre, Lenna... —dijo el niño.

—Y yo también...

—Pues claro.

—¡Que te calles, te digo! —solté bruscamente mientras nos alejábamos del mantis muerto.

Nos dirigíamos al norte, hacia donde los últimos indicios nos llevaban. En esa dirección se levantaba el asentamiento Lecko donde, como mínimo, esperaba poder intercambiar las garras por algo de ropa y comida. No tenía ninguna esperanza de encontrar nada más, pero cualquier cosa era mejor que vagar de un lado para otro sin ningún objetivo en concreto.

El aire soplaba desde el este, acompañando nuestros pasos y acariciando la poblada hierba que nos rodeaba, pintando el paisaje de un color verde lleno de vida que iba cambiando de tonalidades a medida que la vegetación bailaba a causa del viento, y que despertaba una minúscula esperanza en lo más profundo de mi mente. Tal vez, algún día, dejaría de martirizarme por todo lo que pasó y podría disfrutar de las pequeñas cosas que me ofrecía este mundo. Cerré los ojos y llené mis pulmones de aire fresco. 

Tal vez, algún día...

LennaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora