Capítulo 3: Erika

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Mi cabeza daba vueltas. Notaba las extremidades entumecidas y un gran peso encima que me hacía sentir acalorada y sin aire. Intentaba hablar, pero las palabras no salían, atrapadas entre punzadas de dolor y cansancio. Los ojos me pesaban, y sentía cómo mis pestañas se habían pegado con las legañas con más fuerza de la que estaba dispuesta a usar para abrirlos.

Una presencia se movía a mi lado, siguiendo un patrón que parecía no parar nunca de repetirse: andaba hacia una dirección, se paraba durante unos segundos, murmuraba algo indescifrable y volvía hacia el otro lado. Sus pasos hacían crujir levemente el suelo de madera.

Intenté moverme, pero lo único que conseguí fue reproducir un leve espasmo y que un pinchazo de dolor en mi hombro derecho hiciese que me retorciera, acompañado de un grito sellado por mis labios, que no conseguían abrirse. Aun así, pareció ser suficiente para alertar a quien quisiera que estuviera conmigo en aquel lugar.

—¿Lenna? Lenna, ¿estás despierta? —oí que decía. Noté cómo apoyaba su peso a mi lado.

No podía responder, ni tampoco sabía si quería. ¿Quién era? ¿A quién pertenecía esa voz? Empecé a intentar responder esas preguntas, recordando todo lo que había pasado, a la vez que mi mente volvía a nublarse y todo empezaba a desvanecerse de nuevo.

***

Abrí los ojos y mi cuerpo se incorporó de golpe, casi sin ordenárselo, ignorando las gruesas mantas que tenía encima y que cayeron dejando mi pecho descubierto. Sentía el hombro algo dolorido. Una venda me lo envolvía, presionándolo ligeramente.

Miré a lado y lado, intentando descubrir dónde me encontraba. Era una habitación parecida a la que había estado antes con Once... antes... ¿cuánto hacía de ese "antes"? ¿Y Once? Lo último que recordaba era una voz que me llamaba... una voz que me sonaba familiar... ¿Quién era?

Todavía sin recordar nada, me levanté de la cama dispuesta a mirar por la ventana por la que entraba un sol imponente pero debilitado por las cortinas blancas que se anteponían a su paso. Noté como si alguien me hubiera echado una jarra de agua helada en la espalda. Al darme la vuelta, vi que la cama estaba empapada. ¿Cuánto tiempo había estado en esa cama?

La curiosidad por saber dónde estaba hizo que dejara las preguntas para después. Abrí ligeramente las cortinas y miré a través del cristal. Estaba... ¿en el mismo sitio? 

El crujir del suelo de madera del pasillo me alertó y corrí intentando no hacer ruido hacia la puerta, apoyando la espalda contra la pared. Con suerte, fuera quien fuera, no me vería cuando la abriera.

Oí a alguien rechistar tras ella, y acto seguido se abrió lentamente, con un sonoro rechinar. Pensé en atacar, pero en ese momento iba desnuda y no tenía ningún arma conmigo, así que me preparé para arrancar a correr en cuanto pudiera.

—Te he traído sopa de guisantes y unas judías para que recuperes fuerzas —murmuró entrando en la habitación—. Oh, gracias Erika, no hacía falta, eres la mejor —oí que decía cambiando el tono de su voz.

Una mujer de piel oscura apareció delante de mí, mirando con sorpresa hacia la cama, ahora vacía, mientras sujetaba una bandeja en sus manos. Una cabellera rojiza y desenfadada le acariciaba la espalda hasta pasados los hombros, a juego con el color de la armadura ligera y sencilla que llevaba. 

Unas hombreras de cobre y bordes dorados descansaban sobre un peto que le cubría la parte superior del torso, dejando la piel de la zona inferior al descubierto, y un volante laminado cubría sus muslos, con lo que parecía una cimitarra ligada a él. Vendas anaranjadas parecían bailar alrededor de su piel por aquellos sitios que la armadura no conseguía proteger.

LennaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora