El día del Averno

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Los colores rojizos de la tarde se esfuman con el color cenizo de la niebla, la brisa helada de julio y los pastizales humedecidos por el rocío convierten el parque en una visión tétrica. Mi hermana me insistía para venir todos los días pues era su lugar favorito, solía decirme que este era el único lugar en el que se sentía segura durante estas fechas, en la cual supuestamente criaturas infernales emergen para buscar almas desoladas.

Es casi imposible visualizar algo dentro de este sencillo centro de diversión. El vaho abandona mi cuerpo, concentrándose en el gélido ambiente, mi colorada nariz aspira para incorporar aire a mis pulmones; cada paso que doy se vuelve más nostálgico, más deprimente. La humedad en el área me hace patinarme un par de veces pero logro mantener el equilibrio. Me detengo, algo se siente distinto.

No es el hecho de que sea invierno ni el que haya niebla por doquier —tanta que apenas puedo visualizar mis pies—, no. Un escalofrío me recorre por dentro, advirtiéndome. Las sombras de las atracciones del parque se vislumbran pero no es eso lo que me llama la atención. Un chirrido se oye en dirección a la silueta del columpio que se mueve solo, como si el viento le diera un aventón porque ningún niño quiso jugar con él hoy.

Una lúgubre melodía me endulza los oídos, un lóbrego melifluo que tira de mí, inconscientemente me arrastra. A medida que me acerco algo va tomando forma entre las cadenas del juego, es una silueta poco fácil de distinguir pero que me hace detenerme de súbito. Los pálpitos de mi corazón se aceleran, los dulces susurros provienen de ahí. 

Me acerco más, impulsado por la curiosidad, y puedo visualizar mejor a la figura que se balancea sobre el columpio, sigue tarareando con su cuerpo tenso y vacilante. Me está dando la espalda, ajena a su alrededor. Es una niña.

¿Se habrá perdido?, ¿debo hacer caso a las películas de terror? No, esto no es una película. Casi puedo distinguirla pero aún la niebla me lo impide. No puedo evitar llamar su atención, extiendo mi mano en su dirección, queriendo alcanzarla.

—Disculpa, —toco su hombro y, en el camino, su cabello renegrido— ¿necesitas ayuda? —yo, como adulto responsable, debo procurar la seguridad de los niños del pueblo.

Al hablar su cuerpo se sobresalta, suelta una exclamación de susto y hace el amago de levantarse pero la detengo. Me mira por sobre su hombro y entonces me congelo, no por el año más frío en toda la historia de Ilest Sansmots sino por su faz... Es estremecedora. Adorable y hermoso, así describiría su rostro, pero con un ápice de pena.

Noto que es más mayor de lo que aparentó en un primer momento. Ella también se queda en blanco sólo por un segundo ya que al ver que no la suelto comienza a forcejear, no va a lograrlo, yo soy más fuerte. Lanza sonidos de frustración al no poder lograr que la suelte. Me mira con esos maravillosos ojos color café y abre la boca para hablar, pero en vez de eso continúa mirándome con reticencia, su ceño se frunce aún más. Puedo notar que su barbilla tiembla levemente, sus dientes castañean y noto un detalle para nada alentador.

Está herida. Aquel hematoma que evoca el tacto de una gota de acuarela ramificada en el papel, dando una sensación de traslucidez a su piel —tan pálida que no parece de este mundo, del mundo de los vivos—. Pero sé que eso es un golpe de algún objeto duro o bien una gran mano, mi madre siendo zaherida por mi mal llamado padre me lo hacen reconocible. Ella se ha dado cuenta de mi curiosa mirada.

—Suéltame —pide. Su voz penetrante e irrefutable me hace sonreír. Me estoy comportando irracional, estoy fuera de lugar, pero realmente hoy es un día peligroso: El día del Averno— dije que me sueltes —vuelve a estirar su brazo sin obtener alguna paradoja— No... no sabes, debes irte.

—Me gustó lo que cantaste —le sonrío, quiero que confíe en mí. Suelto su extremidad aún temiendo su escape.

—Sí... —presiona sus labios entre sus dientes no tan blancos. Sus pestañas aletean cual mariposa en primavera.— ¿Quieres... volver a escucharme?

—Sí.

Desvía la mirada hacia algún lugar dudosa y, paulatinamente, me mira de una manera extraña, vacía. Da un paso hacia atrás, como si fuera a irse, pero no. La expresión de sus preciosos ojos cambia, es más sombría y a la vez muy fosforescente, llena de vigor; algo que antes no tenía.

Su rostro se acerca repentinamente al mío y no sé cómo debería reaccionar. Me mira luminiscente, abriendo sus labios mientras se estira de puntas para alcanzarme y yo me quedo hipnotizado, su rostro es demasiado angelical como para evitarlo; tan angelical que parece sobrenatural, un rostro extremadamente escalofriante, de apariencia tan inocente que asustaría a cualquiera.

—Entonces... ¿Me escucharás? —me murmura al oído suavemente. Su, anormal, vaho helado presiona mis oídos estremeciéndome, casi endeudando mi mente de advertencias, pero no las sigo.

No hago nada más que asentir. Estoy completamente idiotizado. Sus ojos color tierra acaban de subyugar mi mente, la arrastran hacia un afrodisíaco trance.

—Acompáñame —susurra otra vez con ese tono inocente y tan siniestro que cubre su voz desde que le dirigí la palabra. Sus orbes oscurecen.

—¿Eh? —entreabro mis labios, lo demás ya no importa— S...sí —dejo que su mano fría tome la mía.

Su melodiosa voz se reparte entre los recovecos del desolado parque de juegos, rellenando así la helada tarde de invierno. Vuelve a tararear la misma melodía de antes, pero ahora con más dulzura, como si fuese una planta carnívora disfrazada a punto de encarcelar al insecto entre sus pinzas.

Y yo, yo no hago más que seguirla. Sin darme cuenta, mi figura se hunde cada vez más en la niebla, alejándome de las concurridas calles del pueblo, dejándola en el anonimato.

Sin darme cuenta de que tal vez será la última vez en la que oiré el sonido de los autos acelerando o el de los perros ladrando. O tal vez, ya no oiré, nunca más. Ya no puedo, todo ha enmudecido.

Realmente me estoy alejando, me estoy dejando arrastrar hacia las tinieblas por un ser del averno, pero en éste momento, siento que haría cualquier cosa por no perder de vista esta figura acendrada.

Athiel Crowley. 1996. Primera desaparición antes de las otras noventa y nueve en el día del Averno.

Pérfida ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora