Su madre le había dicho que callara. Pero él siguió hablando, quejándose nervioso sin saber muy bien qué quería obtener en su pequeña rebelión de argumentos escasos y débiles. La mirada del superior le quemaba secando de apoco los motivos para mantener las palabras fluyendo.
Los mil niños a su alrededor seguían de pie. Sus rostros no reflejaban nada, los movimientos inquietos de sus brazos delataban el miedo intrínseco de quien sabe no tiene salida, el viento elevaba el polvo del suelo; el aire se volvía irrespirable; los pulmones se desgastaban con el orgullo.
Comenzaron a salir como garabatos inentendibles desde su boca de dientes torcidos y cariados, ya no quedaba rastro de cordura en los intentos desesperados por comunicar la incomodidad a lo inexacto.
Y un golpe terminó con todo.