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Durante casi todo el viaje en autobús, Eddo permaneció con los ojos cerrados, medio adormilada. Intentaba caer en los brazos de Morfeo, pero el sólo pensar que en unas horas estaría de vuelta en su hogar, la ponía tan nerviosa que se lo impedía completamente. Llevaba en una mano el walkman que le habían dado junto al radiocasete, y escuchaba desde sus cascos negros Run Boy Run, marcando el ritmo con los dedos en su regazo.

Su padre la había despedido en la estación hacía un par de horas con besos, abrazos y con palabras de cariño. Ninguno de los dos había llorado. Ambos sabían que en pocos meses se reencontrarían, y eso no los ponía tristes. La niña sabía que su padre sabría cuidar de sí mismo sin ella.

Echó una ojeada al exterior a través de su ventanilla. Junto a ella se había sentado una mujer de unos sesenta años que no se había dormido nada más subir al vehículo, así que se sentía más bien sola. Vio las señales de tráfico y los árboles pasar velozmente, las pequeñas casas de campo de paredes blancas que contrastaban con el despejado cielo azul.

Eddo suspiró y apoyó la cabeza en la palma de la mano. Nuevamente, juntó los párpados y se mordió el labio inferior. Tenía ganas de regresar a casa... Unas ganas inmensas.

¿Se acordaría Irene de ella? Habían sido su mejores amiga durante mucho tiempo, y el día que se marchó de la ciudad, las dos habían llorado mucho. Aun así, era posible que ya se hubiera olvidado de la peliazul, que hubiera rehecho su vida y que no fuera a alegrarse de verla de nuevo por allí.

Se removió en el asiento y frunció el ceño. No, no podía haberse olvidado tan rápidamente. No habían estado separadas tanto tiempo. Cuando estuviera de nuevo en la ciudad, iría directa a verla, y ella se pondrían muy contenta y llorarían otra vez, pero no de tristeza, sino de alegría y entusiasmo por tener a Eddo de vuelta.

La niña sonrió ante este pensamiento. Run Boy Run terminó, y comenzó Spanish Sahara. Se acomodó e intentó dormir de nuevo. Aún le quedaba mucho viaje por delante...

El bus paró. Eddo, muy alterada, agarró sus equipajes y salió al pasillo del vehículo torpemente, intentando no molestar a la señora que dormía a su lado.

Arrastrando la maleta, cargando con un par de mochilas y sin dejar de sujetar el walkman, abandonó el autobús con nervios. Cuando el vehículo se puso de nuevo en marcha, se atrevió a levantar la mirada, y no pudo evitar esbozar una gran sonrisa al ver los altos edificios de ciudad alzarse sobre ella.

—Estoy en casa —se dijo.

Comenzó a caminar. Conocía la zona perfectamente, y cada calle que pasaba le hacía recordar aquellos tiempos en los que paseaba con sus padres o correteaba con sus amigos en el exterior. Le sorprendió encontrar que algunos locales habían cerrado y se habían abierto otros que llamaron bastante su atención. Y justo entonces, su mirada se fijó en una pequeña tienda que reconoció al instante como una librería. Paró frente a ella, mirándola con curiosidad, sin entender qué le llamaba tanto la atención del lugar. Observó el limpio cristal del escaparate, a través del cual se podía ver el interior de la tienda y algunos libros expuestos, sintiendo una extraña nostalgia en lo más profundo de su corazón.

Y entonces, se dio cuenta.

Abrió mucho los ojos, y sin pensárselo dos veces, corrió a la puerta de la librería y entró, yendo directa al mostrador.

—Disculpe —se dirigió a la joven tras el pesado mueble de madera—. ¿Antes no había aquí una juguetería?

La muchacha sonrió con falsedad, claramente harta de su trabajo y molesta con la presencia de Eddo.

—Cerró hace poco menos de un año, cariño —respondió.

Eddo casi creyó que se iba a desmayar.

—¿Por qué? —preguntó en un hilo de voz.

—Casi nadie compraba ya. De todas maneras, ¿no eres ya un poco mayor para juguetes?

Eddo abandonó la librería con los ojos empañados. Durante diez años había ido a comprar a la juguetería FNAFHS por lo menos una vez cada dos meses, y todos los días había parado frente al escaparate a ver a los nuevos muñecos que traían. Y ahora... ahora no quedaba nada...

Sacudió la cabeza y retomó la caminata.

No, sí que tenía que quedar algo. Sus juguetes debían seguir allí. No podía haberlos perdido. Aceleró el paso, deseando volver a su casa.

—¡Eddo!

La madre de la niña abrazó a su hija, muy emocionada. La nombrada le devolvió el abrazo, muy alegre de verla de nuevo.

—Por Dios, cuánto has crecido. Deja que te vea.

Las dos charlaron un rato en la entrada de la casa. La mayor tenía intención de salir con Eddo a pasear, a cenar a algún restaurante para celebrar su regreso. Pero ella, con algo de pena, le respondió que el viaje la había dejado agotada y que tan sólo quería irse a dormir. Su madre lo entendió perfectamente y se ofreció a ayudarle con el equipaje.

—Tu cuarto sigue igual de bonito que cuando lo dejaste —parloteaba la mujer mientras cargaba con la gran y pesada maleta—. Con sus paredes azules, las mismas colchas blancas y rosas... Me encargaba de limpiarlo todo cada semana para que cuando volvieras todo estuviera bien.

Eddo sintió una gran emoción el su interior. Miró a su madre, intentando que no se le notara, y tragó saliva antes de preguntar:

—¿Y mis juguetes?

Ella se extrañó ante la pregunta.

—Eddo, ¿no eres ya un poco mayor para juguetes? —dijo.

—No sé a qué te refieres.

—Bueno, yo esperaba que me ayudaras a tirarlo a tu regreso, pero... Ya veo que no.

La niña, aunque tal vez debería haberse preocupado por ese comentario, sólo abrió mucho los ojos, entusiasmada.

—¿Quieres decir que siguen ahí? —exclamó.

Habían llegado a la puerta de la habitación. Velozmente, Eddo soltó las bolsas que llevaba, y sin contener los nervios, tomó el pomo de la puerta, lo giró y empujó, encontrándose con su vieja habitación, con sus viejas paredes, sus viejas colchas, su viejo baúl... y sus viejos juguetes.

Old DaysDonde viven las historias. Descúbrelo ahora