03- Primer crujido.

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La alarma de Diego sonó a las cinco de la mañana y este la apagó con una sonrisa en la cara. Luego, dejó un beso sobre la mejilla de su mujer y se levantó para terminar de preparar todo lo necesario para el viaje a Málaga. Lo harían en coche y, según Google Maps, el trayecto duraría aproximadamente diez horas.

El día anterior, metieron en un par de maletas la ropa que usarían los próximos días, además de seleccionar los objetos que se llevarían en este viaje. El resto de las pertenencias —ya empaquetadas—, las trasportaría un camión de mudanza la semana siguiente. De este último trámite se encargaría el hermano de Diego, quien también entregaría las llaves de la casa —una vez estuviera vacía— a los nuevos dueños.

Ana bajó a la cocina para preparar el desayuno y algunos bocadillos para el viaje. Tras esto, subió para despertar a sus hijos. Hugo se quedó sentado en la cama durante un par de minutos mirando a su alrededor, aquella ya no parecía su habitación, estaba prácticamente vacía. Suspiró. Salió de la cama y, al pasar por al lado de los juguetes que no iba a llevarse, vio un oso de peluche de color morado con el que dormía de pequeño. Creía que lo había guardado en alguna de las cajas, ¿cuántas cosas importantes habría olvidado empaquetar? Lo agarró y lo metió en su mochila, quería conservarlo, a pesar de que llevaba años ignorándolo.

Javier no había dormido en toda la noche, estuvo en casa de Sofía hasta las cuatro de la mañana, y la hora restante la pasó en su cama pensando en ella. Temía tanto perderla.

Después de desayunar, metieron en el coche todo el equipaje y subieron a este. Diego estaba radiante, era el único que ansiaba empezar su nueva vida. Por fin, después de años llenos de sacrificio, había conseguido un buen trabajo como gerente en un banco. Nunca volverían a tener problemas para llegar a fin de mes. Además, estaba seguro de que sus hijos acabarían adaptándose.

El motor se puso en marcha y enseguida dejaron atrás la que fue su casa durante tantos años.

***

—Niños —habló Ana con voz dulce—, despertad. Hemos parado para comer algo y que papá descanse.

Los chicos miraron por la ventana y leyeron el cartel del edificio que había frente a ellos: La Ruta, Restaurante. Bajaron del coche junto a sus padres y entraron en el bar de carretera. Solo pidieron un refresco para cada uno y un par de tapas para el centro, aún era temprano para almorzar.

—¿No os parece fantástico? Los cuatro juntos empezando de cero —opinó Diego con una sonrisa.

Sus hijos fruncieron el ceño.

—No —contestó Javier de forma brusca.

—¡Javier! —exclamó Ana con reprimenda.

—Es que no tiene nada de fantástico dejar atrás a las personas que quieres —respondió mirando a su padre—. No voy a poner una sonrisa y fingir que todo está bien cuando no es así.

Diego carraspeó.

—Tienes que poner un poco de tu parte —le dijo—. Esto no lo hacemos por capricho, sino por necesidad.

No respondió esta vez, no sabía qué decir. Comprendía que lo hicieran por necesidad, pero no que tuviera que fingir que empezar de cero era fantástico. Aquello no eran unas vacaciones, sino algo definitivo en un lugar muy alejado de la chica a la que amaba.

Hugo tampoco dijo nada, estaba desganado, aunque, si lo hubiera hecho, sería para defender lo dicho por su hermano. Él tampoco encontraba el lado positivo por ninguna parte.

Se detuvieron cuatro veces más durante el trayecto para comer, estirar las piernas o ir al baño. Además, en una de las ocasiones, Diego se echó una siesta en el coche de aproximadamente una hora.

Cuando apareció el primer cartel que señalaba la distancia a la que estaba Málaga, Hugo torció la mandíbula hacia la izquierda de forma inconsciente. El hueso había salido de su sitio por unos milisegundos, provocando un crujido que retumbó en su oído. Se asustó un poco, no obstante, al hacerlo, sintió cierto alivio que no duró mucho.

Finalmente, llegaron a su nueva casa sobre las ocho y media de la tarde. Estaba situada cerca de la playa de San Andrés, en una calle muy estrecha en la que cada casa lucía una estructura y color diferente. La de ellos, en concreto, estaba pintada de blanco y constaba de dos plantas y una azotea, no parecía muy grande a simple vista. En la planta baja, una sola ventana y una puerta de metal de color gris; y en la segunda, un balcón que parecía comunicar dos habitaciones.

Un hombre mayor los estaba esperando para entregarles la llave y enseñarles la casa. En cuanto entraron, Hugo volvió a torcer la mandíbula hacia la izquierda de forma inconsciente, esta vez ni siquiera se dio cuenta de que lo había hecho.

Javier fue el primero en escoger habitación, así que Hugo se quedó con la que sobró. Le daba igual, ninguna le gustaba y Ana se dio cuenta de ello.

—Podemos ponerla a tu gusto —le dijo a su hijo—, ¿quieres que pintemos las paredes en azul? —preguntó sabiendo que era su color favorito.

Negó con la cabeza.

—Da igual, el verde está bien.

—Como quieras.

Intentó sonreír. En realidad, el color era lo de menos, pues todas las paredes de la casa, fueran del color que fueran, le producían asfixia.

Su madre se fue y lo dejó solo, entonces, el pequeño se dedicó a mirar con detenimiento los objetos que había en su nueva habitación, preguntándose de quién habrían sido antes. Lo que más llamó su atención fue que la estantería estaba llena de libros, ¿por qué no se los habían llevado? Leyó algunos títulos y llegó a la conclusión de que pertenecían a algún chico de su edad. Al menos, tendría algo con lo que entretenerse.

Agotado, se tendió en la cama y se tapó la cara con las manos. Una especie de cosquilleo se apoderó de su mandíbula y no terminó hasta que volvió a escuchar el crujido. No entendía por qué hacía eso, tampoco por qué lo relajaba en cierta forma. Lo hizo una vez más y no volvió a pensar en ello.

 Lo hizo una vez más y no volvió a pensar en ello

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