3. Aire

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By DanaRosnemt

—¡Ahg, mierda!

El gruñido fue seguido por una lluvia de hojas y lápices de colores. David presenció en directo la muestra de rabia de su novia: como tiraba todo por los aires furiosa.

—¿Qué pasa? ¿No soy buen modelo?

—No, no es eso —indicó ella, recuperando la compostura y la calma. Se lanzó a la cama y enterró su cara en la almohada, haciendo que sus siguientes palabras sonaran amortiguadas—: Es que hoy no estoy inspirada.

—Quizá no haya sido buena idea levantarnos a las cinco de la mañana para pintar —opinó con voz dulce y cierto sarcasmo, dándole un beso en un costado de la cabeza.

—Quizá…

La cosa había sucedido así: Marina no había podido­ pegar ojo durante casi toda la noche y, cansada de dar vueltas, despertó a David para matar el tiempo dibujándolo. Después de dos años saliendo juntos, él estaba más que acostumbrado a los desvelos de su novia y no le importaba posar para ella pese ser tan temprano. Era sábado: podría dormir todo el medio día y tarde luego, si le era necesario.

El problema era que, dos horas y media más tarde, tan solo había conseguido intentos frustrados de su figura. Marina lo había pintado centenares de veces y era un golpe muy bajo para ella que un dibujo suyo no le saliera bien.

—Voy a prepararte algo —se ofreció para animarla—. ¿Café?

—Mucho.

Marina se dio la vuelta y vio como David desaparecía por el umbral de la puerta. Exhaló profundamente, mirando el techo blanco de su habitación. Sus padres estaban de viaje, habían ido a Francia a pasar el fin de semana, por eso David había pasado la noche con ella y andaba tan libremente por su casa. Su noviazgo no era un secreto para nadie: se conocían desde los seis años y los padres de ambos eran amigos íntimos. Para ellos fue algo maravilloso saber que sus hijos salían juntos. Se podría decir que todo el mundo tenía ya la idea del piso compartido en la universidad, la boda a los veintipocos, los nietos bebé...

De pronto se sentía asfixiada.

—¡Espera! —exclamó brincando de su cama al suelo, corriendo hacia la cocina—. Me apetecer tomar el aire —le dijo a David, quien todavía no había comenzado a hacer el café—, ¿por qué no vamos a “La Mandarina” a desayunar?

—Por mí vale.

Se pegaron una ducha rápida, vistieron y arreglaron, y pusieron rumbo a la cafetería donde habituaban los sábados y los domingos.

“La Mandarina” era un local pequeño pero acogedor. Hacía esquina y sus enormes ventanales permitían ver ambas calles, transitadas a todas horas. La dependienta era muy amistosa y muchas veces les regalaba una galleta o croissant como acompañamiento. Era argentina, y a Marina le encantaba escucharla hablar porque su voz desprendía siempre mucha energía y jovialidad.

Pidieron dos cafés con leche grandes y un par de berlinas azucaradas. David cargó con la bandeja mientras Marina lo guiaba hacia la mesa de siempre, en la terraza aprovechando el calor, y le apartaba las sillas. Ella se quedó el mejor sitio, el que daba frontalmente a la calle, porque le gustaba ver a la gente pasar. Pero aquel día sus ojos prefirieron quedarse en el familiar semblante de David.

Su cabello castaño claro, muy corto, acogía los tonos dorados del sol matutino. Sus ojos tenían el mismo color que las avellanas y en ellos abundaba una tranquilidad casi contagiosa. Había dibujado tantas veces aquellos ojos enmarcados por una frondosa hilera de pestañas largas... Y ahora, no podía siquiera admirarlos sin desear que fueran verdes y almendrados, indómitos.

—¿Estás bien, Marina?

—Sí.

Él elevó una ceja con incredulidad.

—Puede que seas la reina de las caras de pocker, pero a mí ya no me engañan —advirtió, cogiendo su mano izquierda y acariciándosela—. No te pongas así por el dibujo, mañana lo volveremos a intentar.

Marina esbozó una sonrisa en sus labios rojizos y le devolvió la caricia. No se lo había dicho nunca, pero adoraba que David hablara en plural, que siempre se molestara en cargar el problema junto a ella. Había sido su mejor amigo toda la vida: le quería tantísimo… Y sigue sin ser suficiente, le recalcó su conciencia. Sintió su sangre coagularse por la culpa. Deja de desear cosas innecesarias, Marina, por David.

—¿Qué vas a fotografiar, Gabriel?

—A esa chica —le indicó preparando la cámara. Su acompañante, la rubia de sensuales ojos morenos, lo miró sin comprender—. Fíjate. Destaca de forma natural entre todos los de la terraza.

Entornó los ojos y observó mejor la escena. Su cabello, como una cortina de seda negra, caía en una cascada totalmente recta; la belleza de sus inmensos ojos marinos se apreciaba desde la distancia, al igual que su intensidad; y llevaba puesto un vestido largo, bicolor que hacía contraste con sus desgastadas Converse blancas. Era verdad, llamaba la atención sin pretenderlo.

Gabriel se tomó unos segundos para encajar el objetivo y apreciar lo bonita y natural que se veía Marina. Ella no lo había visto porque charlaba amenamente con un chico que le daba la espalda —supuso que sería el novio de quien le habló en la exposición—.

Que raro le resultaba todo lo referente a ella, aunque le agradaba de todos modos. Podría enamorarse del sosiego de sus gestos y de el susurro silencioso de sus pensamientos

Llevó su ojo derecho al visor y pulsó el disparador.

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