Capítulo 3

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Un viento gélido recorrió su pierna y la sacó de su sueño. Se estiró sin abrir aún los ojos y cuando lo hizo observó el techo con la mente en blanco. Fue en ese momento cuando notó la humedad que tenía en la entrepierna, al parecer había tenido un sueño interesante. Entonces recordó todo, en especial a Gustavo, se apareció con claridad en su mente y su cuerpo respondió de manera extraña. Tonterías, eran tonterías. Además no lo iba a ver más, no tenía por qué. Se levantó rápidamente y se cambió la ropa interior para disimular los fluidos nocturnos. Tenía hambre, así que fue a la cocina a buscar un tentempié. Se sentó sobre una encimera y comenzó a saborear un yogurt mientras miraba el tráfico matinal a través de un gran ventanal.

Sí, lo del día anterior había pasado y ahora tenía que preocuparse por el presente. El manuscrito, sí... aunque también podía dejar ir su mente para relajarse un poco. Era una buena idea. Comenzó a observar a los transeúntes y tratar de imaginarse sus vidas, hacia dónde iban, de dónde venían, en qué trabajaban, si tenían alguna pareja, si tenían alguna mascota. Se preguntó si alguno conocería a una persona como Gustavo. Alguien que tuviera tanta confianza en sí mismo y que se paseara de un lado para otro con la soberbia por delante de él, despidiendo un aura atractiva, tal vez sexual, convirtiéndose en un compañero de cama impetuoso, irradiando una energía salvaje... el solo imaginárselo hacía que tuviera la piel de gallina. Se restregó la frente con su mano, se encontraba muy mal, tal vez su falta de polvo la hacía volverse tan sedienta como una perra en celo.

Tardó un momento en darse cuenta.

Ya sabía sobre qué escribir.

Las ideas comenzaron a esparcirse como un germen. Había vuelto. Comenzó a imaginar todo, con la vista puesta en el cristal, se le pasó todo por delante tan nítida y potentemente que lo único que atinó a hacer fue correr a la computadora, encenderla y comenzar. Sobre él, iba a escribir sobre él. Él la hacía sentir diferente, tan diferente. Hacía que se acelerara la respiración, que sus hormonas se enfurecieran como si fuera una adolescente y que su mente trabajara, la inspiraba.

Se pasó tres días enteros con los dedos golpeando las teclas con ganas. Tenía demasiadas cosas en mente, cosas que se apoderaban de ella. Alrededor de las cuatro de la mañana, cuando le daban ganas de descansar, se recostaba sobre el catre, pero le resultaba casi imposible conciliar el sueño, pues las ideas le daban incansables vueltas por la cabeza; él le daba vueltas, la mareaba y no la dejaba en paz. Los días eran ridículamente cortos, aunque sabía que había estado un considerable número de horas frente a la computadora, pues al terminar el día observaba el dígito que indicaba cuántas palabras había escrito y no dejaba de impresionarse. Ni siquiera tenía tiempo de ir de compras o de prepararse algo de comida, por lo que solía pedir pizza a domicilio. No le importara que el repartidor se diera cuenta de lo desarreglada que estaba, solo hacía el intercambio y luego volvía a su trabajo.

Al cuarto día comenzó a sentir que se asfixiaba y por un momento tuvo lo suficiente de cordura en su mente como para tomar la iniciativa de salir un rato a tomar aire. La tarea de escribir requería una gran cantidad de energía cerebral y, en consecuencia, le estaba costando un poco hilar las ideas.

Afuera se topó con un día nublado. No había tenido la decencia de cambiarse de ropa sino que simplemente se colocó una chaleca larga encima para cubrirse. Luego de estar tanto tiempo encerrada, el contacto con toda esa frescura la incomodaron. El frío, la poca luminosidad que se deslizaba a través de las nubes, las personas, el sonido.

Caminó sin rumbo definido. Por un rato buscó algún lugar donde comer, pero pronto supo que no era eso lo que quería hacer. Solo paseó por la ciudad, libre de ataduras, esperando que la brisa despejara su mente, si es que eso era posible. Se encontraba en eso cuando una melodía conocida se hizo espacio entre todo el ruido de los autos. Seguramente en algún negocio tenían puesta la radio. No le tomó importancia hasta que la reconoció. En ese momento sus piernas dejaron de funcionar. De hecho, tuvo que apoyarse en una pared para no desplomarse. Era la canción que habían tocado en el antro, la canción de la banda de Marcos. Cuando pudo incorporarse, corrió hacia el lugar del que proveía la música y entró. Era un restaurante familiar común y corriente. La música proveía de un parlante de la pared. Era la voz de Gustavo. Ese fue el punto culmine, el escuchar su voz, en ese restaurante a través del parlante. Terminó la canción y los conductores de la estación de radio presentaron el siguiente tema.

Tuvo que admitirlo entonces, no le quedó de otra. Estaba loca por él. Su música, su físico, su inteligencia, incluso su orgullo le revolvía el estómago. Ya no tenía por qué negarlo.

Volvió a encerrarse en su apartamento. Lo deseaba con todo su cuerpo. Quería sentir su calor, deseaba tocarlo. En los días anteriores había querido saciar ese anhelo escribiendo, mas no menguaba y parecía encontrarse en un constante suplicio. Aquel martirio de no poder tener lo que se ansía con tanto fervor.

Se rindió a sus impulsos. Se recostó sobre el lecho y dirigió sus dedos a su palpitante entrepierna. Se sobó enérgicamente tratando de disminuir el colosal apetito. Mientras más lo recordaba su excitación aumentaba y también al fuerza con la que se masturbaba. Gustavo, Gustavo... quería... sí, lo necesitaba, necesitaba más. Quiso llegar más lejos, no solo palpar, quería tenerlo dentro. Introdujo el índice en el orificio y lo dejó hurgar para darse placer. Su mano izquierda le subió la camiseta y estrujó sus pequeños pechos. Gustavo... sí...

Arrogancia y ObsesiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora