Ron

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La era pirata fue la enfermedad que padeció los mares por casi dos siglos, claro, desde el punto de vista de los reyes y ciudades con puerto. Aunque, si se ve del lado de los marineros negros, fue la mejor época para vivir. Sobre todo, si sabías jugar bajo las reglas del código de la hermandad y el apartado del parley.


"Me gustaría pasar el resto de mis días con alguien que no me necesite para nada pero que me quiera para todo".

Mario Benedetti


*

¿Cómo se le había ocurrido aceptar el regalo de su padre? ¿Cómo no pudo intuir la petición tras el vestido? Que alguien le explicara, que se apiadaran de él, por todo lo sagrado...

¡¿Cómo no lo vio venir?!

Él sólo acompañaría a su padre a otra típica reunión de alcurnia, mostraría el bonito atuendo traído desde Londres, un par de sonrisas por aquí, un par de saludos por allá y listo; pero no, su padre le arrastró hasta la amabilidad del Comodoro Murasakibara, quien, cabe decir, le ignoró por su estúpido discurso de un hombre espera a la mujer indicada y bla, bla, bla. Por todos los demonios, ¡él era un chico, no una mujer! Bueno, aceptaba que sucumbir a los deseos de su progenitor a cambio de permitirle vivir era un tanto... descabellado.

Idiota, ¿tal vez? Porque, vamos, ¿Quién viste a su hijo como una niña?

¡Bah! Hasta la pregunta era absurda y estúpida, su padre era el hombre más ambicioso de todo Port Royal, bueno, honrado y amable cuando debía serlo, pero detallista, frío y calculador cuando quería obtener algo. ¡¿Pero él no sabía lo que significaba una sonrisa torcida del hombre?! Es más, ni siquiera hubiera imaginado el aceptar ser un niño rico, bueno, niña, si tenía que estar vistiendo como algo que no era.

Llorar sobre la leche derramada era patético e incensario, pero, helo ahí, vistiendo ropas de su "hermana", corriendo por las dañadas calles del pueblo en busca del capitán más idiota que haya tenido la fortuna de conocer y la desdicha de vestir.

Piratas buenos para robar y hurtar, pero igual de mentirosos y engañosos como un político.


*

Veinte horas antes.

Daiki Aomine era un pirata un tanto peculiar, poco coherente, su habla era raro y ni se diga de su forma de caminar o pensar. Extraño era la palabra correcta para definirlo. Había llegado a una ciudad marinera con un barco que tenía pequeños riachuelos de agua inundándola, justo tocó puerto antes del hundimiento completo de la embarcación en la que viajaba. Él sólo buscaba un nuevo navío para ir en busca de su preciado Perla Negra, pero mientras inspeccionaba lo que había en los muelles, una joven cayó desde lo alto de un risco, maldiciendo a quienes enseñaban a los soldados se desvistió y aventó al mar.

Claro, él nunca imaginó que se toparía con tremendo tesoro, casi suelta el aire ante lo descubierto. Una moneda de oro con una calavera en el centro, a su alrededor varios escalones con jeroglíficos, rayas gruesas la atraviesan hasta llegar al centro. Toda una maravilla. Toda un sorpresa al abrir el corsé.

–Niño, ¿de dónde lo sacaste? – La moneda apenas fue inspeccionada y la respuesta obstruida por una docena de espadas apuntándole a la yugular.

– ¡Tat! ¿Te encuentras bien? – Un hombre mayor se quitaba su abrigo para cubrir al chico rescatado.

Daiki supuso era su abuelo o su padre, le analizó hasta donde pudo, cabello negro con tonos rojizos hasta la mitad de la espalda, cuerpo menudo. Su examen se bloqueó ante el llamado del hombre de traje azul.

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